Después de todos los estudios y consideraciones que os he señalado en las tres anteriores entregas (I, II, III) de esta serie de artículos sobre las personas más felices del mundo, es necesario hacer algunas consideraciones sobre la particular naturaleza de esa cosa un tanto difícil de definir como es la felicidad. Y como propina, os desvelaré cuál de todos los lugares del mundo considero el más apropiado para ser feliz.
Un chadiano puede llegar a ser feliz en muchas ocasiones ignorando cómo es el Primer Mundo, como lo eran las clases bajas de la gleba durante la Edad Media, que no llegaban a imaginar cuán lujoso era el estilo de vida de sus reyes. Sencillamente asume su clase social y sabe que, haga lo que haga, nunca podrá escalar a otra clase superior. Pero basta que exista una posibilidad, basta que el chadiano ponga una radio o una televisión para que aparezca la insatisfacción de anhelar lo ajeno. Ésta es, sin duda, una de las causas de la inmigración masiva: el Primer Mundo que aparece en los medios de comunicación se parece bastante al País de los Munchkins. Y todos quieren, queremos mudarnos al País de los Munchkins. Esto os lo expliqué más extensamente en el artículo La infelicidad de quererlo todo.
Robert Lane, profesor emérito de Ciencias Políticas de la Universidad de Yale, señala que el sentimiento de felicidad está generado por un aflujo de dopamina del cerebro, en el núcleo accumbens cerebral, una región relacionada también con las respuestas placenteras de las drogas.
La evolución ha equipado a los humanos con una variedad de deseos que les hace felices. Las diversas culturas enfatizan diferentes deseos en épocas distintas, que permiten así la continuidad y el cambio histórico.
Lane cuestiona el tópico de que la prosperidad acarrea siempre una mayor dosis de felicidad. Una vez cubiertas las necesidades básicas, no es el dinero el factor de aumento de bienestar, sino otros menos evidentes. Desde 1948 hasta 1970, los sueldos de los norteamericanos se duplicaron, pero ello no repercutió en un mayor índice de felicidad si nos basamos en los estudios realizados. Los japoneses, que quintuplicaron sus sueldos entre 1958 y 1987, se encuentran en la misma situación, según un artículo publicado en la revista Science. Porque ganar el premio gordo de la lotería produce un subidón efímero, pero luego la felicidad regresa a los niveles anteriores, según un estudio de la revista Journal of Health Economics liderado por el profesor Andrew Oswald, de la británica Universidad de Warwick.
Lo que hace feliz a un habitante de un país próspero parece que son aquellos rasgos que se han empobrecido, como las relaciones sociales o familiares. Para la historiadora Jennifer Michael Hecht, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, las cosas que nos hacen ahora felices no son las mismas que en el pasado, y cambiarán en el futuro. ¿Explicaría eso por qué Bután, ese pequeño país de la región del Himalaya, está en el octavo puesto del ranking elaborado por la Universidad de Leicester a pesar de tener una renta per cápita de 1.200 dólares y una esperanza de vida de 55 años?
La cosa se complica cuando añadimos otro factor de índole biológica: que la felicidad de cada uno está ampliamente determinada por la herencia genética y que el entorno sólo influye tangencialmente. ¿Entonces debemos procrear con hombres y mujeres de Vanuatu para asegurarnos de que nuestra descendencia será feliz aunque opte por mudarse a Zimbabwe?
Y para acabar de liar toda la madeja, ¿acaso la felicidad es lo más deseable o sólo el deseo de alcanzarla en lo gratificante, después de todo? La felicidad en exceso es paralizante, pareja a la muerte. Experimentos con ratas que disponen de un pulsador para transmitirse, vía neuroquímica, un subidón de endorfinas arrojan un poco de luz sobre esto. Al poco de que la rata descubre la felicidad sintética que le suministra el pulsador, comienza a perder el interés por efectuar otro tipo de tareas, incluso las más básicas como comer, hasta el punto de que muere de inanición.
La felicidad, entonces, no parece algo que debamos poseer en esencia, sino simplemente necesitar, anhelar. Es en el proceso de búsqueda de la felicidad cuando, por el camino, vamos recibiendo a trompicones pequeñas dosis de bienestar. Lo que nos acelera el corazón es imaginar todo lo que podremos conseguir, pero una vez conseguido, aunque la dosis de felicidad suba muchos enteros, al ser ésta elástica, volveremos a la posición inicial y necesitaremos plantearnos otro reto aún mayor para conseguir el mismo efecto (esta dinámica se parece mucho a la que se establece con el consumo de drogas: el mono provoca movimiento; la dosis, una eufórica muerte feliz).
Resulta un poco desazonante el asumir estos parámetros vitales en los que nuestro bienestar parece que pende del hilo de un hambre infinita que nunca podemos ni debemos saciar del todo. A nivel evolutivo, este mecanismo tiene mucho sentido: sólo los que sientan que algo falta, que hay huecos que rellenar, que hay cumbres que escalar, se las ingeniarán para mejorar las condiciones que les rodean. Sea como fuere, qué remedio, habremos de caminar cual funambulistas por la delgada línea que separa la felicidad paralizante de la depresión paralizante, aunque, como seres advenedizos que todavía somos, nos permitamos apoyarnos con un pie en uno u otro lado… no demasiado, lo prometemos.
En conclusión, ¿dónde está el lugar más feliz del mundo? Mi elección personalísima es una ciudad poco conocida y que no figura en ninguno de estos índices de felicidad, y que el escritor de libros de viajes Bill Bryson me descubrió en su obra En las antípodas. Esa ciudad es Perth y está en Australia. Perth es una metrópoli bastante aislada del mundo y Bryson la describe así:
Tras de ti hay 2.700 km de inmóvil y rojiza desolación hasta Adelaida; anti ti no hay nada más que 5.000 millas de un mar azul y uniforme hasta África. La razón de que 1,3 millones de miembros de una sociedad libre elijan vivir en un lugar tan solitario y fronterizo es algo que vale la pena considerar, pero el clima ya lo explica en parte. Perth tiene un clima estupendo, agradable, de esos que hace silbar a los carteros y que carga de energía a los repartidores. (…) Pero lo que caracteriza a Perth es que cuenta con uno de los parques más grandes y hermosos del mundo, Kings Park. Ocupa unas cuatrocientas cinco hectáreas en un risco sobre la amplia cuenca del río Swan, y es todo lo que debería ser un parque urbano: lugar de recreo, santuario, paseo, jardín botánico, mirador, monumento.
En cuanto a vosotros, probad alguno de los lugares de las diferentes listas ordenadas por el grado de felicidad, el que más conecte con vuestras disposiciones naturales. Si escogéis Vanuatu, estoy convencido de que muchos de vosotros, tras una temporada, acabaríais echando de menos la contaminación, los ruidos y los tubos de escape; las cañas de bambú os deprimirían, el océano reluciente os acabaría resultando molesto para la vista, los canturreos de los pájaros os producirían migraña, los aromas de las flores os recordarían al ambientador químico de un taxi, la sobreexposición a un sol brillantísimo os acabaría produciendo cáncer de piel; en definitiva, os sentiríais encerrados en una cárcel de cristal de Bohemia.
Si escogéis Dinamarca, entonces más pronto que tarde terminaríais odiando justo lo contrario que anhelabais en Vanuatu. Porque vayáis donde vayáis, no tardaréis en toparos con alguien que os diga: perdona, estoy buscando mi cápsula de cianuro para suicidarme, ¿la has visto? Porque, qué gran verdad, con el tiempo de todo se cansa uno, por eso Adán y Eva renunciaron inconscientemente al Edén. Lo que sí os puedo garantizar sin ningún género de dudas es que el lugar más feliz del mundo no se halla en el País de los Munchkins, over the rainbow, con todos esos agolosinados colores infringiendo las leyes más elementales del buen gusto, sino aquí mismo. Abrid los ojos y lo veréis.
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