El síndrome de Hubris (o Hibris o Hybris), según el neurólogo David Owen, suele manifestarse en los políticos después de un tiempo en el gobierno: uno de sus primeros síntomas es que el político se cree elegido para guiar los pasos de un pueblo.
Hasta las personas más humildes y honradas, tras un tiempo en el poder, pueden quedar a merced del virus del Hubris.
Casos históricos
Algunos casos del síndrome de Hubris rayanos en el paroxismo fue el del emperador romano Claudio, que se caracterizaba por su magnanimidad y su preocupación por sus súbditos, hasta que empezó a obsesionarse con la idea de que los demás pudieran reírse de su tartamudez y su aerofagia.
La solución que halló Claudio fue impulsada sin duda por el Hubris: por mediación de su médico personal, Jenofonte, promulgó un edicto que obligaba a sus cortesanos a tirarse dos ventosidades por cada una que dejara escapar él. A partir de este edicto, tal como señala Suetonio en Los doce césares, Claudio empezó a encapricharse cada vez con más cosas.
Lo mismo le sucedió a otro emperador romano, Marco Antonio Casiano, que se enfrentó de esta forma con las facciones críticas del Senado: «Sé que no os gusta lo que hago, pero por eso poseo armas y soldados, para no tener que preocuparme de lo que penséis de mí».
Calígula, por su parte, nombró senador a su caballo.
El general y presidente de México Antonio López de Santana, autocalificado como «el nuevo Napoleón», hizo enterrar su pierna amputada con honores de funeral de Estado.
El presidente de Ecuador José Abdalá Bucaram perdió su puesto cuando se empeñó en contratar a Maradona por un millón de dólares. Jahangir, gran mogol de la India (1569-1627), que tenía un harén compuesto por 300 esposas, 5.000 mujeres sirvientes y 1.000 jóvenes que satisfacían todos sus caprichos.
Nadie está libre de que el veneno del hubris corra por su sangre. Pero han sido los reyes, emperadores, políticos y, en definitiva, los gobernantes de toda índole quienes más han sufrido sus estragos.
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