Uno de los eventos sociológicos a los que asisto con mayor curiosidad son las cenas familiares (sobre todo las que se celebran cualquier cosa). Una cena familiar es la metonimia de la dinámica social. Y, por tanto, también hay mucha impostura. También con el vino. En toda familia siempre hay el típico miembro que destaca por descorchar una botella de vino que su paladar de enólogo garantiza que nos fascinará.
Y claro, si alguno hace el amago de echarle gaseosa, no tardará en vociferar “vade retro, Satanás”, un vino como éste no puede malograrse con gaseosa, ignorante, provinciano, tuercebotas, bruto.
Pero ¿qué pasaría si la mayoría de la gente, en realidad, no captara el sabor del vino por el sabor del vino en sí sino por un efecto inconsciente que es su precio en el mercado? Entonces el vino sería como una prenda de un modisto italiano muy célebre en el papel cuché que vende 100 veces más cara su ropa aunque su ropa no es 100 veces mejor. El vino sería sólo moda, distinción e impostura.
Es lo que intentaron demostrar investigadores del Caltech y Stanford realizando una cata de vinos controlada. En ella, 20 personas probaban 5 cabernet sauvignon cuyo elemento distintivo era sólo su precio de venta al público, que oscilaba entre 5 y 90 dólares la botella. Cada individuo tomó todos los vinos dentro de una máquina de resonancia magnética funcional.
Los participantes manifestaron que los vinos más caros sabían mejor, como el lógico pensar. Pero eso ocurría incluso si la botella con el precio barato en realidad era superior a la del precio elevado.
Al llevar a cabo la cata en una máquina de resonancia magnética funcional (el vino se tomaba mediante una red de tubos de plástico), los científicos vieron cómo respondía el cerebro de los individuos a los diferentes vinos. Aunque durante el experimento se activaban diversas regiones cerebrales, sólo una parecía reaccionar ante el precio del vino, más que ante el vino propiamente dicho: la corteza prefrontal. Por lo general, los vinos más caros hacían que ciertas partes de la corteza prefrontal se excitaran más.
Vale, diréis, esto pasó porque todos los participantes tenían el paladar atrofiado. Pero cuando los investigadores repitieron el experimento con miembros del club vinícola de la Universidad de Stanford, obtuvieron también los mismos resultados. Es decir, los semiexpertos también cayeron en la impostura, tal y como señala el neuroeconomista que dirigió el estudio, Antonio Rangel:
No nos damos cuenta de lo fuertes que son nuestras expectativas. Pueden realmente modular todos los aspectos de nuestra experiencia. Y si nuestras expectativas se apoyan en suposiciones falsas (como la de que los vinos más caros saben mejor), pueden inducir a error.
Vía | Cómo decidimos de Jonah Leherer
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