Ponerse en la piel de los demás, empatizar, compadecerse del dolor ajeno, sufrir cuando los demás sufren... todos esos rasgos gozan de excelente prensa en los medios de comunicación y, en general, en nuestras relaciones interpersonales.
Nadie quiere vivir con alguien que no se preocupa de nuestros males. Desconfiamos de quienes no se alteran frente a una injusticia. Sin embargo, un exceso de lo primero puede ser tan desaconsejable como un exceso de lo segundo.
Exceso de sentimiento
Las respuestas empáticas no conducen necesariamente a la realización de actos vinculados a esa empatía. Sentir el dolor de alguien es doloroso, y la gente que lo hace más intensamente, con una motivación y ansiedad más pronunciadas, tiene menos probabilidad de actuar de una forma prosocial.
Esto sucede porque el dolor ajeno se ha vuelto tan intolerable, que se confunde con el propio. La angustia personal, entonces, propicia que nos centremos la atención en nosotros mismos, lo que a fu vez fomenta la evitación ("esto es demasiado horrible; no puedo estar aquí por más tiempo").
Por el contrario, cuanto más puedan regular las personas sus emociones empáticas adversas, más probable es que actúen de forma prosocial, como explica Robert Sapolsky en su libro Compórtate:
En relación a eso, si una circunstancia angustiante, evocadora de empatía, incrementa su ritmo cardíaco, es menos probable que usted actúe prosocialmente que si este decreciera. Por lo tanto, un indicador que sirve para saber quién actuará realmente de ese modo es la capacidad de mantener cierta distancia, alejarse, en lugar de verse inundado por la ola de empatía.
Imagen | Verano y mil tormentas.
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