El gafe, el mal fario, los malasombra, el lagarto, lagarto… lejos de que todo ello puede producir efectos inconscientes en la gente (si uno cree que hará algo mal tendrá más posibilidades de hacerlo mal, por ejemplo), ¿existe de algún modo?
¿La mala suerte se puede medir? ¿Puede influir en nuestra suerte que se nos cruce un gato negro o que pasemos por debajo de una escalera?
Algunos investigadores se han dedicado a comprobarlo, como Mark Levin, un estudiante universitario norteamericano y miembro de la Asociación de Escépticos de Nueva York. Levin reunió a un grupo de personas que debían comprobar su suerte con un simple juego de cara o cruz en un ordenador.
Pero Levin también hizo que a algunas de estas personas se les cruzara un gato negro. Al final, los resultados sugirieron que ver al gato negro no había tenido ningún efecto en la suerte de los participantes. Al menos en el juego de cara o cruz.
¿Entonces por qué percibimos que hay personas que parecen más afortunadas que otras? La respuesta tiene que ver con las oportunidades. Hay personas que no sólo tienen más oportunidades a su alrededor que otras, sino que saben sacarles más partido para prosperar. Siguiendo esta filosofía, el doctor Richard Wiseman, de la Universidad de Hertfordshire, fundó la Escuela de la Fortuna.
Lo que se enseña en sus clases es que nadie nace con gafe, y que los talismanes poco pueden hacer por nosotros, sino nuestra actitud frente a los avatares diarios. Afirma Wiseman:
Percibir que la suerte depende de nuestra razón junto con una dosis de ciencia y sano escepticismo puede ser muy positivo en nuestras vidas (...) Las personas supersticiosas que creen firmemente que son poco afortunadas realmente se sentirán más tensas ciertos días. Con total seguridad se sentirán estresadas, conducirán peor, posiblemente estarán más distraídas y serán más propensas a tener un accidente.
Con todo, la mayoría de gente todavía se deja llevar por las supersticiones. Por ejemplo, las convicciones de algunos pacientes en Japón sobre el día más o menos afortunado en el que tendrían que abandonar el hospital han aumentado enormemente los gastos del sistema nacional público japonés, como demuestra un estudio del doctor Kenji Hira, del Departamento de Medicina General y Epidemiología Clínica de la Universidad de Kioto.
Pero ya a finales del siglo XIX, William Fowler, un veterano de la guerra civil norteamericana puso en evidencia que el temor a determinadas fechas es injustificado. Fowler fundó el Club Trece en Nueva York como forma de burla al destino.
Allí se celebraban cenas para 13 personas el día 13 de cada mes. Y durante la cena, como si esto no fuera necesario, los comensales invocaban a la mala suerte atreviéndose con todos los rituales más funestos: tirar sal en la mesa, abrir el paraguas dentro de casa, etc.
El éxito del club fue indiscutible, y no sólo en cuanto a público. En 40 años, pertenecieron al club miles de personas (entre ellos, 5 presidentes de EEUU), y ninguno de ellos percibió que su vida naufragara en la mala suerte. Es más, ironías el destino, la tasa de mortalidad de sus integrantes estaba ligeramente por encima de la población general.
Los integrantes del club de la mala suerte no tenían mala suerte porque se conducían por la razón y no le daban mayor trascendencia a lo que hacían. Porque si algún poder puede ejercer en nosotros un mal de ojo o un talismán, sólo será el que refleje nuestra debilidad o nuestra confianza irracional en dicho fenómeno, como refleja este fragmento de la novela Jitanjáfora: desencanto (de próxima publicación):
Antes de salir del aeropuerto, no obstante, la Voz obligó a Chad a pasar por una de las tiendas del Duty Free. Era una de esas tiendas donde se vendían recuerdos y baratijas vikingas, y también toda clase de talismanes, guayacas, fetiches de la fortuna y libros de autoconocimiento personal.
Conrado sabía que todos aquellos objetos forjados para canalizar una presunta buenaventura en realidad eran inútiles: la prueba irrefutable de ello es que semejantes tiendas, de ser genuina la mercancía que exhibían, deberían ser vórtices tan poderosos de la suerte y la fortuna que sus dependientes no tendrían que trabajar en ella para pagarse el sustento: el dinero les caería literalmente del cielo. Pero Conrado también sabía que la suerte no funciona de esa forma. El vendedor de tales tiendas no es la persona más afortunada del mundo porque en realidad era consciente de que vendía baratijas. La cuestión es que el comprador adquiera estas baratijas con la disposición adecuada: confiando en que eran objetos únicos y especiales, alejando de sí todo razonamiento y dejándose llevar sólo por la parte más emocional de su cerebro. Como la pluma de Dumbo.
Vía | Rarología de Richard Wiseman / Jitanjáfora de Sergio Parra
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