Popularmente tendemos a otorgarle un gran poder a los medios de comunicación. Que si los medios de comunicación nos abocan al consumismo desaforado (ya expliqué en este aquí que hay sociedades humanas que no conocen los medios de comunicación que son tan o más consumistas que nosotros), que si los medios de comunicación incitan a los comportamientos violentos (lo que provoca que un niño tenga un comportamiento asocial o, por extensión, violento no parece el consumo de programas violentos sino el exceso de televisión, aunque sea de Barrio Sésamo, como ya desarrollé aquí) o que nos inculcan modas, hábitos y demás (cuando, en el fondo, es justo al revés, como bien explica Malcolm Gladwell en su libro La clave del éxito: los medios copian a los personajes más influyentes a nivel social para atraer a la gente, no para influirla).
En ese sentido, también tendemos a creer que la publicidad tiene un efecto mayor del que realmente se ha evidenciado que tenga (que me perdonen los publicistas). De hecho, su influencia, a ciencia cierta, es tan baja que resulta incluso asombroso el dinero que se gastan las empresas en producirla: es como apostar a los caballos sin tener ni idea de cuál es el ganador. En EEUU, por ejemplo, el presupuesto total que se emplea en publicidad asciende a los 200.000 millones de dólares.
Los intelectuales que más han hecho por cristalizar la idea de que la publicidad tienen un gran poder han sido mayormente los científicos sociales, que en demasiadas ocasiones olvidan que el ser humano no sólo es un tabla rasa que se construye según el medio donde prospere, sino un conjunto reglas innatas que difícilmente se pueden subvertir. Para evitar disputas estériles, diremos que el ser humano es un 50 % entorno y un 50 % biología. Éste último 50 % es que suele pasar por alto cuando analizamos el poder de la publicidad.
Tal vez el primer intelectual que difundió la idea de que la publicidad usa técnicas psicológicas eficaces para incitar el consumo sea Packard en su libro Las formas ocultas de la propaganda, publicado en 1957. Sin embargo, desde los años 50 hemos aprendido mucho sobre el cerebro y los genes, así que el libro podríamos decir que ha quedado bastante obsoleto.
Tampoco hay ningún estudio riguroso que demuestre que la publicidad consiga incrementar especialmente las ventas de determinados productos. De hecho sucede justo al contrario: cuando se obtienen buenas cifras de ventas, se suelen organizar una buena campaña de publicidad para afianzar la marca. Eso está muy bien, pero no se parece en nada a la idea de que la publicidad efectivamente manipule nuestras necesidades como consumidores.
De hecho, muchos publicistas aceptan que su objetivo no es crear nuevas necesidades o deseos en el consumidor, sino robarle clientes a la competencia directa, la llamada “cuota de mercado”. Sobre todo en los casos en los que un producto sufre un decremento de la demanda global. Por ejemplo, la cerveza en EEUU se vende cada vez menos desde la década de 1980. ¿Solución? Uno de los sectores con el presupuesto publicitario más alto de todos es el de la cerveza: cada vez hay menos consumidores y las marcas se los disputan.
Pero la publicidad no necesariamente crea la necesidad de consumir cerveza, sino que puede que incline la balanza hacia una marca u otra. Pero sólo puede.
Un caso contrario es el de Starbucks o The Body Shop: sin apenas inversión publicitaria han logrado implantarse espectacularmente en el mercado.
Seguiremos en la segunda entrega de esta serie de artículos sobre el poder de la publicidad.
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