La risa es un misterio. ¿Para qué sirve? ¿Por qué se produce? ¿Qué ventajas evolutivas tuvo para perpetuarse hasta nuestros días? La risa es algo extraño, poco frecuente en otros mamíferos. Un extraterrestre que nos observara no daría crédito a nuestro gasto aparentemente inútil de energía: un jadeo rápido puntuado por oclusiones glóticas, ja-ja- ja.
Sin embargo la risa nos acompaña siempre, sobre todo cuando estamos rodeados de otras personas. La risa nos hace sentir bien. La risa, incluso, se enlata y se reproduce una y otra vez para dar empaque a las comedias de la televisión: la primera vez fue en 1950 acompañando a The Hank McCune Show. La risa es omnipresente y tiene un gran poder, además de ser contagiosa, pero ignoramos todavía mucho sobre sus fundamentos neurológicos.
Un estudio reciente indica que la risa desencadena la actividad en el nucleus accumbens, la misma región implicada en los circuitos del amor.
Otros estudios clínicos sugieren que la risa nos hace más saludables al reprimir las hormonas del estrés e incrementar los anticuerpos del sistema inmunológico S-IgA. Esta conclusión resulta, cuando menos, inquietante: ¿Por qué la selección natural favorecería a aquéllos cuyo sistema inmune reaccionara frente a los chistes?
Tal vez el misterio resida en la idea errónea de que la risa se produce gracias a una frase graciosa, un chascarrillo o una broma. La risa, en realidad, responde a las relaciones sociales. La risa es una forma de decir al otro: te entiendo, estamos en sintonía. Por eso reímos con más frecuencia cuando hay gente alrededor y los demás ríen y no cuando estamos solos. (Por eso las risas enlatadas funcionan en las comedias de la tele).
Reímos fundamentalmente porque la risa es una especie de lubricante emocional que une a los padres con sus hijos durante los años más vulnerables del desarrollo. Los padres conectan más rápidamente con sus hijos cuando éstos se ríen. Y los hijos reirán con una frecuencia mucho mayor que cualquier adulto. El juego de hacer cosquillas al bebé, por ejemplo, es una constante en todas las culturas. Y el niño puede reír, incluso, ante la perspectiva de cosquillas.
Así se fortalecen los lazos afectivos. Lazos imprescindibles para sobrevivir. Como dice el profesor de la Universidad de Bowling Green Jack Panksepp, “la mayor cantidad de risa humana parece producirse en la primera infancia: el juego brusco, pillarse y todo lo que les gusta.”
Roger Fouts agrega: “La razón por la cual las cosquillas y la risa son tan importantes es por su papel decisivo en la conservación de los lazos de afinidad de la amistad en el seno de la familia y de la comunidad.”
Steven Johnson lo explica así:
Cuando incorporamos un mecanismo de vinculación afectiva en el cerebro de un niño pequeño, los impulsos acompañantes no desaparecen necesariamente en la edad adulta ni cuando deja de haber niños a la vista. Así, las dificultades de educar a los pequeños crearon la capacidad (y el profundo placer) de reír, y una vez se instaló esa capacidad, nos encontramos con otras de sus aplicaciones. Cuando nos reímos en una película de Charlot, tenemos que agradecérselo a la infancia. No a nuestra infancia individual en sentido freudiano, sino a la infancia propiamente dicha y a sus retos únicos y exclusivos.
Por su parte, Robert Provine continúa opinando que jugar es lo que hacen los mamíferos jóvenes, y entre los humanos y los chimpancés la risa es la manera que tiene el cerebro de expresar el placer de ese juego.
Puesto que la risa parecer se un jadeo ritualizado, lo que hacemos básicamente al reír es reproducir el sonido del juego brusco.
Así pues, la risa evolucionó como una manera de crear vínculos entre padres e hijos, unos vínculos que se alargarán hasta a la vida social de la edad adulta. Un rasgo evolutivo que, más tarde, los cómicos han tomado prestado y han explotado para ganarse la vida.
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