La intuición nos dice que si vemos mucha violencia en los medios de comunicación, al final quedaremos insensibilizados ante la violencia o, peor, acabaremos imitándola en el mundo real.
También es lo que parece ocurrir en determinados experimentos de los años 1960 realizados por el psicólogo Albert Bandura, de Stanford, que demostraban cómo los niños se volvían más violentos ante el espectáculo de la violencia.
El experimento consistía en mostrar a varios grupos de niños cómo unos adultos maltrataban una y otra vez con la mano, con un martillo de madera o con un bate de béisbol a Bobo, un muñeco tentetieso. Algunos de estos adultos recibieron elogios por la agresión; el resto fue castigado con coscorrones. A continuación, se ofreció a los niños, algunos de los cuales habían sido previamente frustrados quitándoles un regalo, la oportunidad de darle una lección al pobre muñeco Bobo.
Los niños que habían visto cómo se elogiaba la agresividad de los adultos fueron los que se desahogaron con más encarnizamiento con el chivo expiatorio en forma de muñeco Bobo.
Lógico, ¿verdad?
Pero los comentaristas de este experimento suelen pasar por alto algunos detalles, como han señalado los profesores de psicología californianos Robert M. Kaplan y Robert Singer. Por ejemplo, que los niños que habían visto que la violencia se castiga, también habían visto que esa violencia se castiga con violencia (con coscorrones), y además era violencia ejercida sobre un ser humano y no sobre un muñeco. Tampoco se suele decir que bastó el comentario “¡Qué horror!” por parte de una persona adulta presente para que ambos grupos de niños se abstuvieran de maltratar a Bobo.
Toda la situación había sido preparada por el organizador del experimento, los niños tenían motivos para suponer que se les pedía un comportamiento agresivo, que los adultos esperaban eso de ellos.
Como dicen Kaplan y Singer:
Ahí se recluta a unas personas que por propia iniciativa, a lo mejor, nunca se quedarían a contemplar semejantes escenas; se crean enfados artificiales, se provocan situaciones experimentales que invitan expresamente a la violencia sin peligro para el actuante (cosa que nunca ocurre en la vida real), y se definen conductas agresivas que no lo son en realidad.
La mayor aproximación posible a la vida real se consigue mediante estudios de campo que tratan de verificar si hay correlaciones entre el consumo de contenidos televisivos violentos y la aparición ulterior de agresiones. Hay correlaciones, pero muy bajas, tan bajas que las diferencias entre los agresores que consumieron películas violentas y los que no, resultan prácticamente despreciables.
El profesor William J. McGuire resume estos resultados con un alegato de la libertad de la creación artística:
Se podría objetar que cada acto violento, considerado aisladamente, es lamentable de por sí. Por tanto, sería preciso desterrar la violencia de la televisión en cuanto se demostrase que había sido causa directa de una agresión contra una persona, aunque fuese una sola vez. Pero una interpretación tan simplista del criterio de daño no toma en consideración las posibles consecuencias dañinas de la implantación de la censura. Toda intervención en las informaciones públicas y de la libertad de expresión artística o del espectáculo, debe indignarnos, en la medida en que abre la puerta a otras prohibiciones, y ésa es una cadena de nunca acabar. (…) Si se prohíbe la representación de la violencia por el daño que pueda acarrear, qué no diremos de otras actividades cuyas consecuencias nefastas son mucho más tangibles, como conducir, beber, tener relaciones sexuales o frecuentar la iglesia, y que pasarían a ser el blanco lógico del próximo ataque.
Vía | Falacias de la psicología de Rolf Degen / Superfreakonomics de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner
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