Las películas, esencialmente, sirven para pasárselo bien, como cualquier otro ocio. Sin embargo, las películas, al igual que los libros, pueden aportar más cosas además de puro entretenimiento. Con las películas de superhéroes, sin embargo, parece que hay una excepción.
Al menos si atendemos a su verosimilitud narrativa. No es que Thor, Capitán América o Linterna verde sean poco creíbles, aburridas y planas en general, sino que tratan al espectador como si nunca se hiciera preguntas. Preguntas básicas. El tipo de preguntas que se haría un niño de 11 años.
Esto ya lo desarrollé más extensamente en Superhéroes más cotidianos: la ciencia para hacer verosímil un superpoder (I) y (y II), pero leyendo uno libro del matemático John Allen Paulos, Érase una vez un número, he encontrado una respuesta suplementaria. Esa clase de películas, las de superhéroes, están concebidas exclusivamente para el disfrute ficcional, pero no para otra clase de disfrute, como el intelectual o el científico (con excepción, quizás, de El protegido, Misfits o Héroes).
Es lo que John J. McCarthy llamó, mediante una parábola, “La encrucijada del médico”. La premisa es la siguiente: un médico despierta un día con el poder de curar a cualquier persona simplemente rozando su piel. Puede curar todas las enfermedades, pero sólo de aquellas personas que tengan menos de 70 años.
Si esta premisa fuera tomada por un guionista o un novelista, asistiríamos probablemente a un ejercicio emocional de la trama: el médico cura a mucha gente, pero despierta la envidia de sus colegas, que consiguen meterlo en la cárcel. Un grupo religioso le persigue. El médico agota su poder y muera tras un conmovedor discurso sobre la aceptación de la muerte. El Gobierno trata de secuestrarlo para fines secretos.
Y así ad infinitum. Esta clase de tramas son emotivas, y generalmente escabullen la pregunta esencial que es el leit motiv de la trama: el poder del médico y cómo sacarle el máximo partido para el bien común. McCarthy, sin embargo, propone lo que él describe como una solución moral, desde un prisma más científico y racional (aunque posiblemente no tenga tanto público en el cine).
Sostiene que esta solución (u otra parecida) es la que con más probabilidad idearía un miembro de la cultura científica (aunque exige pocos conocimientos científicos). Sólo hace falta un puñado de números y cierta habilidad aritmética. Pongamos que al año mueren alrededor de 100 millones de personas menores de 70 años, un poco más de tres por segundo. Podría construirse una máquina con 10 cintas transportadoras, en cada una de las cuales pasarán 20 personas por segundo junto al médico, para que éste las tocase. No tendría que trabajar más que media hora al día. McCarthy pone objeciones y añade perfeccionamientos al método (máquinas en distintos puntos del mundo, peligro de superpoblacion y otros temas morales y tecnológicos periféricos).
Un poco lo que yo ya escribí en el artículo sobre superhéroes más verosímiles que os indicaba más arriba, a propósito de Supermán: ¿Qué diablos pretende un extraterrestre salvando de sus desdichas ínfimas a cuatro, cinco o veinte norteamericanos por día? ¿Este fantoche ignora lo que supone que seamos seis mil millones de habitantes? ¿Conoce cuánta gente muere por segundo? ¿Ha visitado algún país del tercer mundo, como el Chad, para hacer algo por él? No, Supermán prefiere evitar el descarrilamiento de un tren. Porque Supermán no presta su ayuda en realidad, no se implica como debería: no es más que una noticia maniquea en la sección de sucesos de un periódico sensacionalista. (Aún recuerdo mi profunda indignación en el cine cuando Lois Lane tiene un hijo de este extraterrestre impresentable. Sin problemas de incompatibilidad genética, por supuesto. Supermán quiere ser papá, y su hijo habrá heredado sus poderes. Pero Supermán no donará su semen para que nazca un equipo de superhombres que ayuden de verdad al mundo. Ni tampoco se dejará someter a experimentos científicos que determinen la causa de sus poderes, pues Supermán no está interesado en las implicaciones que ello supondría: cura de enfermedades, la evolución de la humanidad, mayores conocimientos…). Porque, entonces, pasaría lo que siempre pasa narrativamente en esta clase de obras: el llamado síndrome de Frankenstein, el miedo a la ciencia, el miedo al progreso, el rechazo a lo que no es natural, etc.
Con esto quiero dejar constancia de que el género de los superhéroes parece unido narrativamente, literariamente y emocionalmente a una serie de esquemas ficcionales intocables (salvo, insisto, excepciones; unas excepciones minoritarias si las comparamos con otros géneros, como el policíaco, por ejemplo, donde hay películas sólo de tiros pero también hay muchas otras cosas; o el romántico: hay pelis románticas estereotipadas, pero también hay muchas que no lo son).
La cosa se pone todavía peor cuando tratamos el tema de las películas de terror, siempre que en ella aparezcan hechos sobrenaturales que tienen que ver con los fantasmas o la vida después de la muerte. Cuando en esta clase de películas se descubre que, al morir, no mueres realmente sino que te trasladas a otro lugar, nadie se suicida en masa, nadie teme que al estar en el lavabo puedan haber espíritus espiando, nadie decide cortarse las venas para combatir en igualdad de condiciones a un fantasma… o sencillamente, nadie se sienta y se dice así mismo: “acabo de descifrar uno de los misterios más grandes de la historia de la humanidad, ¿qué importa todo lo demás?”
Podéis leer un análisis mucho más profundo de este fenómeno en Las casas encantadas: ¿por qué vemos fantasmas?
Vía | Érase una vez un número de John Allen Paulos
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