Como os adelantaba en la anterior entrega de este artículo doble, el psicólogo Philip Tetlock, el miembro más joven de un comité de las National Academy of Sciences, emprendió en 1984 una investigación sobre los conocimientos y el juicio de los expertos.
Para ello, definió las posibles respuestas soviéticas a la agresiva actitud de la administración Reagan en la guerra fría. ¿Iba Reagan a poner en evidencia su incapacidad o iba a provocar una respuesta letal? Lo que descubrió a primera vista es que los pensadores más influyentes sobre la guerra fría se contradecían unos con otros.
Durante 20 años, Tetlock continuó estudiando la cuestión, eligiendo a casi 300 expertos (generalmente asesores en cuestiones políticas y económicas): politólogos, ecoomistas, abogados, diplomáticos, etc. Había desde periodistas hasta profesores universitarios. Más de la mitad eran doctores. Tal y como lo explica Tim Harford en su libro Adáptate:
El método de Tetlock para evaluar la calidad de sus opiniones era hacer que los expertos concretaran: les pedía que hicieran predicciones precisas y cuantificables (contestando entre unos y otros hasta un total de 27.450 preguntas) y luego esperaba a ver si se cumplían. Rara vez. Los expertos fallaban y su incapacidad de predecir el futuro es un síntoma de su fracaso a la hora de comprender plenamente las complejidades del presente.
Obviamente, eso no quiere decir que las cosas nos irían mejor si nuestro presidente del Gobierno fuera un chimpancé (aunque quién sabe). La lección que debemos aprender de la investigación de Tetlock es que no deberíamos creer que los expertos siempre están seguros de lo que deben hacer (aunque lo parezca). Que los expertos saben más que nosotros, pero no mucho más. Y que los expertos aún ignoran mucho más de lo que admiten (sobre todo en en ámbito de las ciencias sociales).
Y tened especial precaución con los expertos que aparecen en los medios de comunicación:
Uno de los descubrimientos más deliciosos de Tetlock fue que los expertos más famosos (los que más tiempo aparecían disertando por televisión) eran especialmente incompetentes.
Otra forma de detectar expertos poco fiables es evaluar su capacidad para cambiar de opinión. Popularmente, se considera que tener fama de cambiar de opinión te convierte en un “veleta”, en alguien que no tiene las cosas demasiado claras (de hecho, fue esa la razón que principalmente hizo ganar las elecciones a George W. Bush, que prometió “mantener el rumbo”, frente a John Kerry). Sin embargo, ocurre que es justo lo contrario: un experto fiable es el que admite sus errores y corrige el rumbo continuamente, en base a las nuevas circunstancias o los nuevos inputs.
El método ensayo-error es más efectivo que la verdad revelada e inmutable (de ahí la escasa habilidad de las religiones para producir conocimiento válido frente al método científico). La flexibilidad y la capacidad de tener diversos enfoques sobre un mismo asunto deberían ser en realidad los mayores dones de un experto. Se debe cometer un incómodo número de errores y aprender de ellos, en vez de ocultarlos y negar su existencia, incluso a nosotros mismos.
En la política británica predomina una actitud semejante. Es famosa la frase de Margaret Thatcher “Gira quien quiere. La dama no está por girar”. Tony Blair estaba orgulloso de no tener marcha atrás. Nadie compraría un coche sin marcha atrás o que no girara, por eso no se entiende qué tienen de deseables dichas cualidades en dos primeros ministros. Pero los electores británicos premiaron respectivamente a Thatcher y Blair por su autoproclamada falta de adaptabilidad con tres victorias consecutivas en las elecciones generales.
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