Me gustaría leer un libro en el que se investigara la vida de todas las personas que algún día se hicieron ricos de forma inesperada (con una lotería, una herencia o cualquier otro golpe de suerte fortuito). Bucear en sus biografías más íntimas a fin de clarificar de una vez por todas aquello de que “los ricos también lloran.”
Hasta que alguien se anime a escribir un libro así, podemos recurrir a algunos datos para saber si realmente los ricos son felices. O, al menos, son más felices que los no ricos.
Diversas investigaciones han sugerido que el dinero no la felicidad (¿acaso hay algo que da LA felicidad?), sino subidones de euforia que duran poco tiempo: a la larga, quienes han ganado mucho dinero, acaban regresando al nivel de felicidad que ya tenían de partida (hasta cierto punto, la felicidad general viene impuesta por los genes).
Así pues, ¿no importa si tenemos dinero? Importa hasta cierto punto. Si la falta de dinero no nos permite alcanzar los niveles mínimos de supervivencia (alimentación, vivienda, etc.), entonces la falta de dinero nos hace infelices. Pero una vez tenemos determinada suma de dinero para sobrevivir y tener las necesidades básicas cubiertas, tener más dinero no incrementa nuestro grado de felicidad: una persona que gana 3.000 euros al mes es tan feliz, en principio, como una persona que gana 30.000 euros al mes.
En psicología, se entiende por “adaptación” el proceso de habituarse a algo de tal manera que acaba siéndonos familiar. Nuestras circunstancias son importantes, pero a menudo, gracias a la adaptación psicológica, importan menos de lo que cabría esperar.
Todo lo he leído, por ejemplo, acerca de ganar la lotería está encaminado hacia una misma dirección: no cambia realmente la vida de las personas.
No sólo tendría que ahuyentar a los “amigos” perdidos hace tiempo que de pronto saldrían vete a saber de dónde, sino que además tendría que hacer frente al inevitable hecho de la adaptación: el arrebato inicial no duraría porque el cerebro no lo permitiría.
Por ejemplo, un estudio reciente ha sugerido que la gente que gana más de 90.000 dólares al año no es más feliz que la que está en la franja entre los 50.000 y los 89.999 dólares. Un reciente artículo de The New York Times describía un grupo de apoyo para multimillonarios.
Otro estudio informaba de que si bien la renta familiar media en Japón se incrementó por un factor de cinco entre 1958 y 1987, el nivel de felicidad manifestado por la población no cambió en absoluto; pese a toda esa renta de más, no hubo más felicidad. (…) A menudo los nuevos bienes materiales aportan un enorme placer inicial, pero pronto nos acostumbramos a ellos; al principio, puede que sea una experiencia extraordinaria conducir ese Audi nuevo, pero al final, como ocurre con cualquier otro vehículo, será un simple medio de transporte.
Esto tiene mucho sentido desde el punto de vista de la evolución: si nuestros antepasados hubieran alcanzado una felicidad absoluta o un nirvana con alguno de sus logros (un cueva confortable, una casa de adobe caliente, una plantación de cereales suficiente, etc.), sencillamente la humanidad se hubiera quedado estancada en ese punto, porque, si ya estamos bien, ¿para qué seguir buscando nuevos horizontes?
A todo esto, además, hay que sumar otro factor: cuantas más cosas son las que podemos conseguir (normalmente porque las tienen los demás), mayor es nuestra ansiedad (y por tanto infelicidad) por conseguirlas. En otras palabras, no importa la riqueza absoluta, sino la renta relativa.
La mayoría de la gente preferiría ganar 70.000 dólares en un empleo donde el ingreso medio de sus compañeros de trabajo fuera de 60.000 dólares, a ganar 80.000 dólares en un empleo donde el ingreso medio de sus compañeros de trabajo fuera de 90.000. Conforme aumenta la riqueza total de una comunidad, se incrementan las expectativas individuales.
Podéis leer más sobre la felicidad y cómo influyen los bienes materiales en ella en otros artículos que escribí hace tiempo: La felicidad es elástica y La infelicidad de quererlo todo.
Vía | Kluge de Gary Marcus
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