No importa lo felices (o infelices) que hayamos sido con nuestra ex pareja. No importan los sentimientos experimentos, ni los secretos verbalizados, ni los pactos contra el mundo llevados a cabo bajo las sábanas. No importan las promesas, ni esa trepidación que sentíamos a perdernos en la mirada del otro. Cuando cortamos con nuestra pareja, con el corazón hizo trizas, generalmente llegamos a pensar que nuestro ex era peor de lo que era (en algunos casos, los ex se llevan bien, que quede claro).
Y es más, pensamos que nuestra actual pareja (de tenerla) es cualitativamente mejor que nuestro ex. Nuestro ex era idiota, en comparación.
Diversos estudios llevados a cabo por Faby Gagné y John Lydon y publicados en Psychology Today así que lo refrendan: el 95 % de los enamorados considera que su pareja actual está por encima de la media en cuanto a aspecto, inteligencia, calidez y sentido del humor, a la vez que describen a los antiguos amantes como de mentalidad cerrada, emocionalmente inestables y, en general, desagradables.
Este tipo de autoengaño es muy saludable, aunque nos resulte objetivamente deshonesto: al fin y al cabo, debemos quemar puentes para ser felices, y la mejor forma de hacerlo es convencernos de la conveniencia de hacerlo. Por ejemplo: mi ex era idiota. Ahora lo veo claro. Y una gran mentirosa. Decía que no quería tener hijos porque ello era irracional y estúpido, y ahora tiene uno y le parece lo más maravilloso que le ha pasado en la vida. ¿Veis? Es facilísimo.
Mi pareja es maravillosa
Además, cuando estamos enamorados de otra persona sobrevaloramos sus cualidades, y sus defectos nos parecen perdonables (solo eso explica que un amigo mío esté con la representación de Satán en la Tierra y él no lo vea). Es lo que Stendhal llamaba “cristalización” en su ensayo Del amor:
Lo que he denominado “cristalización” es un proceso mental que extrae, de todo lo que pasa, nuevas pruebas de la perfección del ser amado.
Lo que se pone en evidencia, doblemente, es que si dispusiéramos de algún mecanismo para pensar racional y objetivamente sobre nuestros problemas y decisiones… probablemente estaríamos profundamente amargados. Viva el autoengaño.
Con todo, hasta que ese autoengaño surte efecto (y a ello contribuye el hecho de que conozcamos a otra persona de la que nos enamoremos), se producen toda clase de reajustes ambivalentes, como muestra retóricamente este fragmento de la novela Venus decapitada (en la que el protagonista acaba de ser traicionado por una tal Helena):
Es curioso que a pesar de todo el rencor que albergaba hacia Helena, a pesar del apoyo de Perfecto, a pesar de mi abrupta separación de Helena, aún no consiguiera olvidarla. Y si pensaba en ella se me mezclaban las ganas de darle una bofetada y de darle un beso, al mismo tiempo, como en esas imágenes superpuestas que según el ángulo de visión muestran una u otra cosa. Incluso, me veía incapaz de tener relaciones con otras mujeres, porque en cuanto perdía el cuidado se me escapaba el nombre de Helena cuando las llamaba. Porque Helena era un pedazo de tabaco de mascar que me perturbaba los sentidos, pero que era incapaz de tragar o de escupir. Así que yo seguía mascando y mascando a Helena, y su sabor estimulante no desaparecía. Era un hambriento que no podía tragar y un bulímico que no podía vomitar.
(...)
Con el tiempo, a todo esto se le sumó el pavor de que pudiera encontrármela de nuevo por casualidad, la fobia de recibir una llamada suya por cualquier asunto (incluido el de la absolución por las bárbaras torturas a las que, ahora se daba cuenta, me había sometido). Se me aceleraba el corazón sólo de pensarlo, pero se me detenía literalmente, en una súbita arritmia, cuando la confundía por la calle con otra persona. No quería verla ni saber de ella, por no reabrir heridas, por no evocar turbulentos recuerdos. Todo estaba mal cicatrizado. Lo importante era fingir que Helena nunca había existido, no existe ni nunca existirá. Hel e…
Foto | Nevit Dilmen
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