Saber guardar secretos parece ser un rasgo importante a la hora de trabar amistades: a nadie le gusta que vayamos aireando sus intimidades de alcoba. Sin embargo, guardar secretos es cognitivamente costoso para nuestro cerebro. Sobre todo si son nuestros propios secretos.
Como animales sociales que somos, nos sentimos mejor cuando contamos qué nos pasa, qué nos hace sufrir, qué nos preocupa, qué zozobras subterráneas atenazan nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, el psicólogo James Pennebaker ha estudiado durante tres años qué ocurre con las víctimas de violación que guardan el secreto.
Ya sea por vergüenza o sentimiento de culpa, un porcentaje de mujeres violadas no cuentan a nadie que han sido víctimas de este tipo de agresión.
Pero Pennebaker concluyó que “el acto de no comentar ni confiar a nadie el hecho podía llegar a ser más dañino que el hecho mismo per se”, tal y como señala en su estudio “Traumatic experience and psychosomatic disease: Exploring the roles of behavioral inhibition, obsession, and confiding”, publicado en Canadian Psychology.
Cuando las víctimas de violación y otros traumas confiesan o escriben acerca de sus secretos más profundos, su salud mejoraba, se reducía el número de visitas al médico y había un decremento mensurable en los niveles de hormonas del estrés, tal y como leemos de la mano de Petrie, Booth y Pennebaker en “The immunological effects of thought suppression”, publicado Journal of Personality and Social Psychology.
Imagen | tomas belardi
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