Habida cuenta de lo expuesto en la anterior entrega de este artículo, nunca más habría que esgrimir un argumento bajo el amparo “la mayoría de la gente está de acuerdo” o “la mayoría de la gente no está de acuerdo”, así, de forma general (otra cosa es en contextos epistemológicamente estrictos).
Diversos experimentos sociales sugieren que nuestro cerebro tiende a preferir intercambiar ideas con personas ideológicamente próximas a nosotras, es decir, personas que no cuestiones profundamente nuestras ideas. Por si esto fuera poco, rodearnos de personas que, más o menos, piensan como nosotros, refuerza también lo que creemos sobre algo.
También el tamaño de los grupos influye en la anchura del horizonte mental de los mismos. Cuando el número de afiliados crece, la convicción en cuanto al acierto de las decisiones también lo hace. En ellos es también especialmente unilateral la búsqueda de informaciones favorables, y rechazan la disonancia cognitiva.
También solemos olvidar las evidencias que contradicen nuestra creencia y sobreestimamos las pruebas que las confirman. Sólo así puede explicarse que, a pesar de las miles, millones de páginas que se han publicado afirmando que las espinacas no tienen tanto hierro como se afirmó en su momento, las madres de medio mundo sigan afirmándolo, inasequibles al desaliento.
Nuestro cerebro tampoco es capaz de aprender de sus errores de una forma tan lógica como creemos. Por ejemplo, ante un error o una pérdida, nuestra respuesta correcta sería reconocer el revés y cambiar de dirección. No obstante, nuestra reacción instintiva es negarlo. Por ello, aprender de los errores es un sabio consejo muy difícil de seguir.
Tim Harford, en su libro Adáptate, cuenta una anécdota que ilustra perfectamente esta idea: su mujer y él tenían un viaje organizado a París, pero su mujer estaba embarazada y, en el tren de camino al aeropuerto, se siente indispuesta y vomita. Harford le sugiere entonces a su mujer que dejen correr el dinero, ya lo harán en otra ocasión, pero su mujer se niega a ello porque no quiere perder el dinero de los billetes.
Entonces Harford tuvo que emplear una lógica más firme con su esposa:
Imagina que el dinero que nos han costado se ha perdido y que estuviéramos a la entrada de la estación de Waterloo sin planes para el fin de semana y que de pronto se presentara alguien ofreciéndonos dos billetes gratis a París. Esa era la forma correcta de enfocar la situación: el dinero lo habíamos perdido; la cuestión era si queríamos viajar a París sin coste adicional. Pregunté a mi mujer si aceptaría dicho ofrecimiento. Por supuesto que no. Estaba demasiado indispuesta como para ir a París. Esbozó una sonrisa al caer en la cuenta de lo que yo le estaba tratando de decir y regresamos a casa.
La sabiduría popular, sencillamente, no es sabiduría. Ni siquiera alcanza el estatus de Wikipedia. Los “datos populares” son, siendo justos, una mezcolanza, un batiburrillo, una cacofonía de verdades, mentiras, medias verdades, intuiciones, ideologías, manías, sesgos, miedos, tradiciones e inercias intelectuales. Un bosque más espeso que cualquier foro de Internet, como Yahoo Answers.
A todo esto se suma nuestra querencia por los líderes, sobre todo si parecen estar muy seguros de sí mismos. Pero eso lo veremos en la próxima entrega de este artículo sobre la sabiduría popular.
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