A todos nos acomete el anhelo, la necesidad, el deseo de estar en armonía. Por ejemplo, cuando dominamos nuestro entorno o lo sabemos encajar en nuestras ideas. También si captamos una situación, o aprendemos a desarrollar una tarea.
La felicidad, sin embargo, no es vivir en armonía, sino la persecución de esa armonía hasta que se alcanza. La persecución proporciona felicidad, no así la armonía per se, que, a largo plazo, produce hartazgo o aburrimiento. Si no existiera esa persecución, nuestros antepasados nunca habrían abandonado sus confortables cuevas. Muchos estudios sugieren que nacemos con algo así como una cuota de felicidad determinada por el ADN. Podemos sufrir subidones de felicidad (encontrar pareja, ganar la lotería, etc.) o bajones de felicidad (quedarse sin trabajo, etc.), pero no tardaremos en regresar al nivel de felicidad después de este tipo de acontecimientos.
Pero esta búsqueda de armonía también nos empuja hacia conductas, cuando menos, singulares y/o sin utilidad. Por ejemplo, Brett Pelham, de la Universidad Estatal de Nueva York, en Buffalo, ha sugerido que quienes se llaman Dennis o Denise tienen mayor probabilidad de llegar a ser dentistas. Y los que se llaman Lawrence, de ser abogados (lawyer, en inglés). Porque nos sentimos atraídos hacia lo conocido, hacia lo que encaja, hacia la armonía.
Read Montague sostiene que la principal función del cerebro es precisamente modelar: crear patrones previsores que nos permitan anticiparnos al futuro. Si hago esto, pasará esto. Por ello necesito perseguir la armonía. Tal y como lo explica David Brooks en su libro El animal social:
El deseo de limerencia nos empuja a buscar la perfección en nuestro oficio. A veces, cuando estamos absortos en alguna tarea, la barrera del cráneo empieza a desaparecer. Un jinite experto se siente uno con los ritmos del caballo. Un carpintero se funde con la herramienta que tiene en las manos. Un matemático se sumerge en los problemas que está resolviendo.
Imagen | Ramirez de Gea
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