En la anterior entrega de este artículo os explicaba que pagar a alguien para que lleve a cabo una tarea lleva aparejado un riesgo: que si posteriormente no recibe dinero por llevar a cabo dicha tarea, entonces no tendrá tanto interés en abordarla. Algo que no sucede con las personas que no reciben un pago por las mismas tareas.
Pero el experimento presentado era muy sencillo, y el mundo laboral parecía contradecir sus conclusiones, a todas luces precipitadas.
Bien, pudiera parecer que, en efecto, la motivación humana no es puramente aditiva, que hacer algo porque te interesa lo convierte en un tipo de actividad distinta a llevarla a cabo porque consigues una recompensa externa. Pero ¿eso puede extrapolarse a todas las actividades remuneradas?
Mucha gente trabaja en cosas que no le gustan, en actividades claramente desagradables o nada vocacionales. Y lo hace, indudablemente, por dinero. Pero el experimento anteriormente narrado mostraba que las motivaciones extrínsecas (como el salario) no son siempre la más efectivas, y que incrementarlas puede incluso hacer disminuir las motivaciones intrínsecas (la propia actividad es la recompensa, vocación, gusto por hacer algo bien, etc.).
Para corroborar esta idea, desde entonces se han realizado múltiples experimentos relacionados con los conflictos que se producen entre las motivaciones extrínsecas y las intrínsecas. Por ejemplo, en 1993, los realizados por el sociólogo Bruno Frey. O Michael Tomasello, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, que recientemente aportó pruebas experimentales de que este fenómeno tiene lugar incluso en niños de solo 14 meses de edad: cuando una recompensa extrínseca se vincula con una actividad que les gusta y luego se retira dicha recompensa.
Para aclarar un poco las cosas, en 1994, Judy Cameron y David Pierce, de la Universidad de Alberta, Canadá, analizaron los resultados de docenas de estudios que habían pagado a voluntarios para llevar a cabo varias tareas. El resultado de este metaanálisis negaba la conclusión del experimento que os contaba en la primera entrega de este artículo, lo cual hizo suspirar a los psicólogos.
El problema es que este metaanálisis comprobaba resultados de experimentos tanto de actividades que eran interesantes para los voluntarios como las que no lo eran. El efecto de desplazamiento intrínseco-extrínseco, al parecer, sólo parece producirse cuando la tarea realizada sí resulta interesante al sujeto.
Edward Deci y Richard Ryan repitieron el metaanálisis pero excluyeron los experimentos que proponían tareas aburridas. Y entonces sí que floreció el efecto de desplazamiento. En 2001, Cameron y Pierce repitieron el metaanálisis:
No obstante, estos investigadores permanecieron escépticos sobre el hecho de que el efecto de desplazamiento importara mucho en el mundo real; su objetivo eran las recompensas ofrecidas en instituciones, como las escuelas o los lugares de trabajo. A su juicio, este efecto parecía concentrado en áreas en las que la gente tenía un alto grado de libertad para elegir su actividad. Cameron y Pierce concluyeron, pues, que, aunque el efecto de desplazamiento existía, era menor. A fin de cuentas, ¿cuántos sitios hay en los que la libre elección de actividades importe a otra persona que no sea el propio individuo? En una época en la que nuestro tiempo libre y nuestros talentos son recursos que van de la mano, la respuesta es: “En todas partes”.
En otras palabras: si sois escritores y amáis lo que hacéis, no aspiréis a vivir de ello, o al menos que esa motivación no sea la rectora a la hora de darle a la tecla de vuestra Underwood. Es más peligroso de lo que parece. Y si no disponéis del suficiente tiempo para escribir una obra maestra, o vuestra obra es tan ambiciosa que requiere dedicación plena y sufragada durante los próximos años… en fin, quizá es mejor que os dediquéis a otra cosa. Si la idea no os convence, es que aún no habéis leído el libro Excedente cognitivo.
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