En el mero hecho de contemplar una pintura en una exposición o un museo hay tal grado de impostura, de “yo entiendo tanto o más que vosotros y por eso frunzo el ceño y finjo que me interesa sobremanera lo que miro”, que siempre que acudo a un evento artístico, indefectiblemente, me acuerdo de Woody Allen (quienes estéis bregados en su filmografía, sabréis a qué me refiero).
A pesar de la impostura, los requiebros posmodernos y la influencia crematística, para la mayoría de nosotros hay determinadas pinturas que nos resultan más llamativas, sugerentes, satisfactorias que otras. ¿Cuáles son los rasgos universales que definen a tales pinturas? En el fondo, son los mismos que definen a un paisaje al que no podéis dejar de tirarle fotos y subirlas a Instagram, como explico aquí.
El proceso de mirar
Cuando nos ponemos delante de un cuadro, todos hacemos lo mismo (no, no me refiero a poner cara de intelectual apolillado). Lo explica así David Brooks en su libro El animal social:
Primero la mente crea la imagen, es decir, cada ojo efectúa una serie de rápidos y complejos movimientos sacádicos sobre la superficie del cuadro, que a continuación se mezclan y recrean dentro de la corteza produciendo una imagen única.
El proceso de compartir
El arte también tiene un componente social: todos apreciamos por igual determinados rasgos universales porque éstos han sido cincelados evolutivamente en nuestro sentido estético. Tal y como explica Denis Dutton en The Art Instinc, personas de diferentes culturas se sienten atraídas hacia un tipo de pintura muy semejante: espacios abiertos que recuerdan a la sabana africana donde surgió la humanidad.
A todos nos gustan también los fractales, patrones que se repiten en niveles superiores de ampliación. Por eso también nos gusta tanto la naturaleza: ella está formada de infinidad de fractales: cadenas montañosas, litorales, hojas y ramas de los árboles, ríos con sus afluentes.
Con todo, dichos fractales no pueden ser demasiado complejos, o entonces nos dejan de gustar. El neurocientíficos incluso disponen de métodos para medir la densidad del fractal, como el propuesto por Michael Gazzaniga en su obra Human: The Science Behind What Makes Us Unique.
dibujemos un árbol en un trozo de papel. Si dejáramos el papel totalmente en blanco, sería una D (densidad fractal) de 1. Si dibujáramos un árbol con tantas ramas que el papel acabase todo negro, sería una D de 2. Por regla general, los seres humanos prefieren patones con una densidad fractal de 1,3: algo de complejidad, pero no demasiada.
Foto | Rlunaro
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