Cuando veo a una persona mayor disfrutando con una tablet me quedo sorprendido, porque no deja de ser una excepción tecnológica: la mayor parte de las personas mayores abominan de la tecnología, de los avances, de las modas, de lo moderno. Prefieren conservar sus muebles de siempre, vivir donde siempre han vivido, continuar viendo los clásicos del cine con los que crecieron, escuchando canciones apolilladas. La mayor parte de las veces, los viejos se distinguen a la legua porque visten como viejos.
Esta querencia por la nostalgia también se produce en su cerebro: los ancianos suelen recordar con más frecuencia escenas de su juventud o incluso niñez, que refuerzan consultando por enésima vez el álbum de fotos (analógico, of course). Y esto, aunque sea un incordio para los jóvenes que tratan de relacionarse con ellos, no es necesariamente malo. Incluso hay psicólogos que sostienen que rejuvenece la mente de los ancianos.
Es lo que trató de demostrar en 1979 la psicóloga Ellen Langer, que llenó un viejo monasterio de Peterborough, New Hampshire, con objetos y accesorios de la década de 1950. Música de Nat King Cole, programas antiguos de televisión, y otros elementos vintage. Tal y como explica David Brooks en El animal social, donde glosa de los resultados del estudio:
Al final de la semana, los hombres habían aumentado un promedio de más de un kilo de peso y parecían más jóvenes. Hacían mejor las pruebas de audición y memoria. Sus articulaciones eran más flexibles y el 63 % obtenía mejor puntuación en un test de inteligencia.
Foto | William P. Gottlieb
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