Seguramente todos vosotros os habréis dado cuenta de que los motoristas y los camioneros se comportan de una forma ligeramente distinta en la carretera, como si fueran un colectivo exclusivo, como si fueran una banda, como si entre ellos existiera una complicidad especial que se nos escapa al resto de los mortales: los camioneros suelen hacerse luces y los motoristas, saludarse extendiendo dos dedos de la mano.
En un mundo de frío metal y asfalto, estos pequeños instantes parece que uno le reconcilian con la humanidad. Entre los conductores de turismos también se produce: uno quiere incorporarse a la vía y aguarda esperando que la vía quede libre, y de repente el que nos va a cruzar se detiene y nos hace luces, o incluso nos lanza una mirada significativa o nos hace un gesto con la mano, y nos deja cruzar primero a nosotros… y nos sentimos embargados de calor humano.
¿Por qué se producen estos momentos y resultan tan especiales? ¿Sólo es porque la vida en el tráfico suele ser anónima u ocurre algo más?
Jay Phelan, biólogo evolutivo, tiene una posible respuesta:
Evolucionamos en un mundo en que había unas cien personas en el grupo del que formábamos parte. Teníamos una relación continua con todas las personas a las que veíamos. (...) Lo que pasa con el tráfico es que, aunque estemos conduciendo por los Ángeles con centenares de miles de congéneres anónimos, en nuestros antiguos cerebros todavía somos Pedros Picapiedra (aunque no conduzcamos con los pies), habitantes aún de nuestra pequeña aldea prehistórica. De modo que, cuando alguien nos hace algún favor por el camino, lo procesamos como “caramba, ahora tengo un aliado”. El cerebro lo codifica como el principio de una relación recíproca a largo plazo.
Esto ocurre aunque sepamos a ciencia cierta de que la posibilidad de que nos reencontremos con ese conductor en el futuro es infinitesimal. Pero eso no lo concibe nuestro cerebro más primitivo.
Ésta también es la razón de que nos enfademos más de la cuenta por pequeñas afrentas en el tráfico: un adelanto peligroso, un claxon conminándonos a avanzar.
En el mundo del tráfico, ambas emociones son muy poderosas porque en un ámbito donde sólo la colaboración mutua nos permitirá llegar vivos a casa. El economista suizo Ernst Fehr ha propuesto una teoría de la “reciprocidad fuerte”, que define como “una disposición a sacrificar recursos para recompensar el comportamiento justo y castigar el injusto aunque ello sea costoso y no ofrezca compensaciones materiales presentes o futuras para quien reciproca.“
Los “reciprocadores fuertes” transmiten señales que tal vez predispongan más a los tramposos a cooperar; en el tráfico, como en cualquier sistema evolutivo, ajustarse a las reglas fomenta la “ventaja colectiva” del grupo, y por tanto ayuda al individuo. No hacer nada acarrea el riesgo de que el transgresor perjudique al grupo de los buenos conductores. Ustedes no pensaban en el bien de la especie al pitar al conductor maleducado, solo estaban enfadados, pero su ira puede haber sido altruista de todas formas. (Además, como el graznido del pájaro para advertir de que se acerca un depredador, tocarle el claxon a un conductor amenazante no consume mucha energía.)
Por Darwin, toquemos el claxon.
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