En ocasiones, cuando me he sentado a tomar algo en la terraza de un bar y me he dedicado a observar a mi alrededor, me he preguntado acerca de la razón última que evita que la mayoría de la gente no se marche de la terraza sin pagar. Es decir: una vez te han servido, en la mayoría de terrazas quedas oculto de la vigilancia del dueño, y suele haber tanto ajetreo que tampoco es evidente quién ha abonado su consumición y quién no.
En cualquier momento puedes levantarte, ponerte a andar, y probablemente nadie se dará cuenta de que no has pagado hasta transcurridos varios minutos. Sí, es cierto que el fenómeno del “sinpa” (sin pagar) ha tenido ciertos momentos de pujanza. Pero, por lo general, la gente paga. ¿Por qué lo hace cuando no tiene nada que perder?
La bondad natural
En condiciones normales, si nuestras necesidades básicas están cubiertas y a nuestro alrededor no hay amenazas, tendemos a ser colaboradores, empáticos, simpáticos y hasta buena gente. Somos animales sociales y, en consecuencia, preferimos la concordia social al enfrentamiento y el conflicto.
Es algo que se sorprendió al descubrir en la década de 1960 el sociólogo Henry Hornstein al dejar un puñado de carteras en distintos espacios públicos de la ciudad de Nueva York. Todas las carteras llevaban dinero y, también, un documento de identificación del presunto propietario de la cartera.
La mitad de la gente que se topó con las carteras se puso en contacto con el propietario de la misma, con el dinero íntegro. Eso sí: cuanto mayor era la cantidad de dinero de la cartera, también mayor era la probabilidad de que el dinero no se devolviera.
Mark Pagel interpreta así esta bondad natural, a pesar de que nadie parece estar mirándonos, en su libro Conectados por la cultura:
Dicen que nuestras acciones están gobernadas por el principio de reciprocidad fuerte, una honda convicción ética que nos lleva a conducirnos de manera que beneficiemos a otros, aun cuando tal cosa suponga un coste personal por nuestra parte. (…) la selección natural, como hemos visto, puede elegir entre grupos rivales, y los más prósperos de nuestro pasado fueron aquellos cuyos integrantes apartaron sus propios intereses para aunar esfuerzos, aun cuando tal cosa comportara sacrificar el bienestar propio.
El parásito
Pero si vivimos en un mundo donde la mayoría es honrado y colabora, entonces ser deshonrado y aprovecharnos de los demás resultaría un rasgo evolutivo muy eficaz para reproducirnos y que nuestra prole herede nuestra forma de proceder. ¿Por qué no hay más personas deshonestas? ¿Por qué casi todos nosotros experimentamos rabia o indignación ante lo que consideramos injusto?
Porque resulta un camino más seguro demostrar a los demás que tenemos buena reputación: si somos pillados en un acto deshonroso porque no hemos sabido ocultar bien nuestras pruebas, entonces perderemos el apoyo de la comunidad. Jugar a ese juego puede ser peligroso. Sobre todo en un mundo donde el chismorreo y el rumor categorizan todos nuestros actos. Aunque nadie nos mire, tenemos el piloto automático activado… por si acaso. Porque es más fácil actuar generalmente bien que estar continuamente evaluando la situación para determinar si ahora toca ser bueno o ahora toca ser malo.
Es la misma dinámica que se pone en funcionamiento cuando vemos una película de terror: sabemos que es solo una película, pero podemos experimentar un miedo semejante al que experimentaríamos si todo fuera real.
Nuestra adhesión a la justicia tiene sus orígenes en nuestro interés propio, y ya hemos visto que podemos responder con violencia cuando pensamos que el comportamiento egoísta de otro está poniendo en peligro la justicia (…) Es frecuente que a los forasteros que llegan a afincarse a un pueblo los sigan considerando “nuevos” muchos años después. Sometemos a examen a los recién llegados de forma instintiva, aun cuando no exista motivo alguno para suponer que los de fuera son menos fiables de por sí que las personas a quienes ya conocemos. (…) Si vemos a alguien que sostiene una puerta abierta, para que pasen otros (o pasemos nosotros mismos), solemos mirar hacia atrás para ver si nos sigue alguien y, en caso afirmativo, ser nosotros quienes nos quedemos sujetando la puerta.
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