Hay personas epistémicamente hambrientas, curiosas insaciables, adictas a la información. Pero, en general, todos nosotros poseemos esos rasgos en menor o menor medida.
Como dijo el psicólogo George Miller, somos todos “informívoros.”
En ese sentido, Internet, como Biblioteca de Alejandría, como sabelotodo virtual, puede ser ciertamente adictivo para la gente. Esta compulsión, pues, empieza en un circuito cerebral ancestral que nos gratificaba por obtener información. (Nuestros antepasados que se complacían en reunir datos podrían haberse propagado más genéticamente que aquellos otros que mostraban poco interés por las cosas nuevas).
El problema con esta necesidad de conocimiento es que nuestro cerebro no está calibrado para deducir qué información es más relevante que otra. Por eso hay gente que sabe mucho de física o de economía, pero otros muestran la misma compulsión por saber todo lo posible sobre Star Wars o por Brad Pitt.
De hecho, una de las grandes dificultades de la educación siempre ha sido redirigir la necesidad de saber cosas de la gente hacia materias importantes para la supervivencia social. Sin embargo, la mayoría de estudiantes canalizan sus intereses hacia otras materias más peregrinas que, en realidad, no sirven para casi nada.
Sentimos placer al acumular toda clase de información, no importa es si útil, inútil o falsa. Así que acabamos devorando la información que más atractivamente se nos presenta, así como aquélla que nos hace destacar más en un nicho social determinado (trekkies del mundo, alzad los brazos al cielo).
Internet favorece mucho más el descontrol en la información que adquirimos, tal y como refiere el psicólogo Gary Marcus:
Ya entrada la noche, si me permito acceder a Internet, soy capaz de pulsar tal vínculo (segunda guerra mundial), tal otro (Iwo Jima), y luego, casi sin darme cuenta, dejarme llevar por otro (Clint Eastwood), para acabar en un cuarto vínculo (Harry el sucio), concatenando rápidamente un tema tras otro, sin ningún destino claro en mente. Sin embargo, cada detalle me procura placer. No soy un erudito en historia, ni crítico de cine; es poco probable que estos datos me sirvan algún día de algo, pero no puedo evitarlos; sencillamente me gusta el conocimiento anecdótico, y mi cerebro no ha sido construido con la precisión necesaria para permitirme una mayor discriminación.
Someterse a una dieta informativa, pues, es tan difícil como someterse a una dieta nutricional. Incluso más: en nutrición conocemos bastante bien qué alimentos son más sanos, cuántas calorías contienen, etc.
Pero en el ámbito informativo las cosas no están tan claras. ¿Qué información es más importante? ¿La que propugnan los intelectuales rancios? ¿La ciencia? ¿La consiliencia de Edward O. Wilson? ¿La cultura pop? ¿La tradición? ¿Los filósofos clásicos? ¿Los actuales? ¿Los conocimientos teóricos? ¿Los prácticos?
Aunque tengo mi propia opinión al respecto, no pisaré ese jardín. No obstante, le cederé el turno a un personaje de ficción, Sherlock Holmes, que se vanagloriaba de no saber algo tan básico como que la Tierra gira alrededor del Sol y no a la inversa, ya que este conocimiento no le servía de nada en su labor diaria:
El cerebro de un hombre es originariamente como un desván pequeño y vacío, y uno tiene que amueblarlo a su gusto. Un tonto mete cualquier trasto que encuentra, de modo que el conocimiento que podría serle útil queda excluido o, en el mejor de los casos, mezclado con otras muchas cosas, de tal manera que le cuesta acceder a él… Por tanto, es de vital importancia no permitir que los datos inútiles aparten a los útiles a empujones.
¿Y vosotros qué opináis?
Vía | Kluge de Gary Marcus
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