En palabras del premio Nobel de Economía Friederich Hayek: «el conocimiento nunca existe en forma concentrada o integrada, sino solo como los pedazos dispersos de conocimiento incompleto y frecuentemente contradictorio, que los individuos poseen por separado».
Eso significa que siempre hay, y debe haber, cierto nivel de anarquía. Demasiada anarquía destruye el conocimiento; demasiado poca, puede anquilosarlo, que es otra forma de destrucción.
Los efectos secundarios de la libertad
La libertad comporta efectos secundarios indeseados. Pero ¿estamos dispuestos a pagar el impuesto que supone la falta de libertad a fin de evitar esos efectos? Probablemente, si nos quedarámos en casa, rodeados de algodones y de médicos que chequeran nuestra salud, la vida sería mucho más larga y segura. Pero ¿acaso estaríamos vivos de verdad? Hay vidas que no merecen ser vividas.
La libertad suele generar estrés porque abre ante nosotros un escenario de incertidumbre. Hay personas que toleran mejor la incertidumbre que otras. Las primeras prefieren mayor cuota de caos social; las segundas, menos. Curiosamente, cuando hay incertidumbre, nos volvemos más nacionalistas.
Sea como fuere, ambos tipos de persona son necesarias para que el conjunto de la sociedad no salten por los aires (en el primer caso) ni evolucione demasiado lentamente (en el segundo).
Las sociedades son complejas y evolucionan muy deprisa, así que las normas siempre llevan asociadas cierto decalaje. Por otro lado, las normas muy rígidas no permiten que la sociedad se desarrolle. Sin embargo, también debe preservarse cierto orden de obligado cumplimiento para que el mundo no se vuelva caótico. Y, a su vez, no deben de asfixiarse sistemáticamente todos los levantamientos contra el orden público so pena de que dicho orden público se perpetúe injustamente. Es evidente, pues, que asta la propia estructura de las normas sociales es contradictoria y está permanentemente en tensión.
Las sociedades más saludables son las que mantienen esa tensión. Y dicha tensión no puede existir sin que haya incumplimiento de reglas. Los incumplidores de reglas, en ese sentido (y en algunos casos) son héroes que debemos venerar, como también lo son los que protegen el perfecto cumplimiento de las mismas.
Según un nuevo estudio depender del análisis de datos en la toma de decisiones podría ser contraproducente, ya que ello reduce la velocidad de la toma de decisiones sin garantizar más precisión. A veces, pues, es necesario la intuición, el ir probando, el ir cambiando... el riesgo es que puede desmoronarse gran parte de lo construido. Pero si ese instinto difícilmente daremos grandes pasos, zancadas, hacia adelante.
Por supuesto, debemos castigar a quienes incumplen las normas. Pero, en ocasiones, el castigo no puede ser muy gravoso. En otras ocasiones, es preferible el perdón público. Nadie sabe muy bien cuándo conviene una u otra cosa, pero de eso se trata. De preservar a los incumplidores de normas, y también de castigarlos con más o menos razón, porque seguir las normas también debe de ser un comportamiento que necesita ser premiado, tal como señala Joseph Heath en su libro Rebelarse vende:
En conclusión, ¿qué podemos decir de la imposición de una serie de normas sociales? ¿Es una tiranía de la mayoría? ¿Es una masificación o un intento de subyugar al individuo y eliminar su personalidad o creatividad? En absoluto. La contracultura decidió que las normas sociales son una imposición y concluyó que la cultura entera es un sistema autoritario. Se quiso trazar un paralelismo entre Adolf Hitler y Emily Post, considerandos ambos unos fascistas que pretendían imponer sus normas para eliminar el placer individual. Por lo tanto, rebelarse contra todas y cada una de las normas sociales era lo que había que hacer.