El problema de romantizar nuestro idioma: una forma de tribalización y discrminación

El problema de romantizar nuestro idioma: una forma de tribalización y discrminación
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Aprender un idioma es como aprender a hacer punto de cruz. O usar Windows 95. Hay que evitar romantizar las lenguas (y de paso, la cultura así en general, porque a ver quién es el guapo que se pone a definirla: la guerra y la ablación de clítoris también son cultura; y Windows).

Otra cosa es que, habida cuenta de nuestro carácter tribal, usemos las lenguas para identificar rápidamente si estamos frente a uno de los nuestros o un forastero, si es alguien es de fiar o no. Y precisamente por eso hay que hacer especial ahínco en no romantizar.

Discriminación

Si encontramos acentos distintos apenas alejándonos unos pocos kilómetros de un lugar eso nos pone en la pista de que el idioma no es solo producto para la comunicación, sobre todo es un producto de diferenciación. Una forma de discriminación rápida vía auditiva. Un hándicap.

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Discriminamos a los demás en función de su acento por dos vías: consciente e inconscientemente.

A nivel consciente, el acento no solo nos dice mucho del lugar de procedencia de la persona, sino de su estatus socioeconómico. En un estudio sobre el cambio de acento, uno de los participantes le dijo al lingüista Alexander Baratta de la Universidad de Manchester: "Si por casualidad eres de Glasgow, serás violento. Si eres de Liverpool, serás escoria. Si eres de Newcastle, serás torpe".

A nivel inconsciente, escuchar un acento distinto al nuestro automáticamente activa partes de nuestro cerebro asociadas con la lucha y la huída. Incluso a nivel de contratación de personal, ese proceso resulta importante, tal y como sostiene Dianne Markley, profesora de la Universidad de Texas Norte (UNT) y autora de un estudio sobre la influencia del acento en una contratación.

Romantizar la lengua, o el acento, pues, no solo es romantizar el punto de cruz o el Windows 95. También es romantizar, elevar de categoría meramente funcional, el color de la piel. Es romantizar tu sexo cromosómico. Tu religión. Tu secta social. Es, en definitiva, dar vía libre a nuestra natural tendencia a discriminar a los demás por razones espurias, algo para lo que nuestro cerebro parece perfectamente programado:

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