Existen muchos tipos de mentiras. Las piadosas, por ejemplo, son las que consideramos moralmente más aceptables, porque se producen a fin de no herir al prójimo. Menos conocidas son, sin embargo, las mentiras azules.
Creencias claramente absurdas que, en realidad, mantenemos por mor de formar parte de un grupo.
Cómo nos hacemos los tontos
Si una mentira blanca o piadosa se pronuncia en beneficio del interlocutor, una mentira azul se dice en beneficio de un grupo excluyente. En parte, pues, las mentiras azules son una explicación de que nos parezca que haya tanta irracionalidad y estupidez a nuestro alrededor, a pesar de estar conviviendo con las generaciones mejor educadas de la historia.
Quienes creen que la tierra es plana o que Hillary Clinton está siendo sustituida por una doble porque la original sufre esclerosis múltiple no pueden ser tan extremadamente estúpidos como para creer esas cosas. Básicamente porque tienen una capacidad de razonamiento mínimo que les permite sobrevivir en sociedad. Como abunda en ello Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración:
Aunque algunos teóricos de la conspiración pueden estar genuinamente desinformados, la mayoría expresas estas creencias a efectos interpretativos más que en aras de la verdad: están tratando de suscitar el antagonismo de los liberales y demostrar su solidaridad con sus hermanos de sangre.
Es decir, que las creencias absurdas son como llevar tacones altos e incómodos o formar parte de una religión que impone ayunos y otros rituales. Son hándicaps. Señales efectivas de lealtad. Señales más poderosas porque son más difíciles de seguir, ya sea porque son incómodas, porque requieren tiempo y sacrificio o, sencillamente, porque son demasiado absurdas.
Cualquiera puede decir que las piedras caen hacia abajo y no hacia arriba, pero solo una persona verdaderamente comprometida con sus correligionarios tiene una razón para decir que Dios es tres personas, pero también una persona, o que el Partido Demócrata dirigía un círculo de pedofilia desde una pizzería de Washington.
Ésa es la razón de que, también, las religiones que más se están adaptando a los nuevos tiempos (es decir, se vuelven más fáciles de seguir) son también las que más rápidamente están perdiendo acólitos. Porque no importa el contenido sustancial de las reglas religiosas: la única característica común es que deben ser difíciles de seguir. Resultar incómodas. Cuanto más difícil sea todo, más fácil es identificar a los impostores, y más fácilmente se ponen en funcionamiento los mecanismos psicológicos del sesgo endogrupal. Tal y como señala Eduardo Porter en su libro Todo tiene un precio al distinguir las organizaciones laicas de las religiosas:
Las comunas fueron populares en Estados Unidos durante el siglo XIX, una época de intensa experimentación social. Se fundaron a centenares basándose en todo tipo de ideas, desde las creencias del utopista francés Charles Fourier y el escocés Robert Owen, padre del movimiento cooperativo, hasta grupos anarquistas y docenas de sectas religiosas. Muy pocas sobrevivieron más de un par de docenas de años y se disolvieron por la dificultad de asegurar la cooperación y evitar las disputas por la asignación de recursos, derechos y responsabilidades. Hay que destacar que las comunas religiosas tenían entre dos y cuatro veces más probabilidades de sobrevivir que los grupos laicos. Parece ser que la razón era que imponían poderosas exigencias a sus miembros (entre ellas el celibato y restricciones a la hora de comunicarse con la gente del exterior) que reforzaban los vínculos.
Ver 10 comentarios