Siguiendo la línea de lo comentado en la anterior entrega de esta serie de artículos sobre el declive progresivo de la violencia, decía Hobbes en su Leviatán que el conflicto entre seres humanos se produce por tres motivos fundamentales: competición, inseguridad y gloria; el primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; el tercero, por reputación.
Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas e hijos y ganado de otros hombres; los segundos, para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta o cualquier otro signo de subvaloración.
Frente a este panorama, pues, cuesta creer que existan pueblos de cazadores-recolectores en los que no exista en conflicto y la muerte violenta. Con todo, a pesar de que estudios etnográficos sugieren que entre el 65 y el 70 % de los grupos de cazadores-recolectores están en guerra al menos cada dos años, y que el 90 % participa en una guerra al menos una vez en cada generación, existen grupos que evitan la guerra durante largos períodos de tiempo.
Por ejemplo, la tribu de los semai tiene índices muy bajo de mortalidad por guerra. Sin embargo, Steven Pinker es muy crítico sobre estos datos en su libro Los ángeles que llevamos dentro:
Los antropólogos de la paz han dado mucha importancia a estos grupos: sugieren que pudieron ser la norma de la historia evolutiva humana, y que sólo los pastores y horticultores más recientes y prósperos han practicado una violencia sistemática. (…) Como ya he mencionado, puede que los grupos cazadores-recolectores que podemos observar actualmente sean poco representativos desde el punto de vista histórico. Los encontramos en desiertos resecos o en páramos helados donde no quiere vivir nadie, y acaso hayan acabado ahí porque pueden pasar desapercibidos, y cada vez que se crispan los nervios unos a otros, se largan. Como señala Van der Dennen, “la mayoría de los recolectores “pacíficos” contemporáneos (…) han resuelto el eterno problema de que los dejen en paz con un aislamiento espléndido, cortando todo contacto con otros pueblos, huyendo y escondiéndose, so pena de ser sometidos a base de golpes, de ser domeñados tras la derrota, de ser pacificados a la fuerza”.
Por otro lado, si bien hay grupos en los que los índices de mortalidad por guerra son bajos, igualmente tienen índices de homicidios semejantes a los de las sociedades estatales modernas. Entre los semai, por ejemplo, paradigma de grupo pacífico, no hay muchos homicidios… pero es que tampoco hay muchos semai. El antropólogo Bruce Knauft calculó que su índice de homicidios era de 30 por cada 100.000 al año, el mismo nivel que las ciudades más peligrosas de Estados Unidos en su década más violenta del siglo XX.
Los mismos porcentajes pueden arrojarse si estudiamos a otro pueblo como los kung, que inspiraron libros con títulos como The Harmless People. O los inuit, que inspiraron un libro titulado Never in Anger.
Estos pueblos inofensivos, no violentos, desprovistos de ira, no sólo se mataban unos a otros con arreglo a índices muy superiores a los de los americanos o europeos, sino que el índice de homicidios entre los kung bajó a una tercera parte después de que su territorio cayera bajo el control del gobierno de Botswana.
Las antropólogas Karen Ericksen y Heather Horton han cuantificado hasta qué punto la presencia de un gobierno puede alejar a una sociedad de la venganza mortal. Revisaron 192 estudios tradicionales, descubriendo que la venganza individual era frecuente en las sociedades recolectoras, así como las venganzas entre parientes eran también comunes en las sociedades tribales que no habían sido pacificadas por un gobierno nacional o colonial.
Así que, aunque la intuición nos pueda llegar a engaño, ahora mismo vivimos en uno de los mejores mundos, al menos en lo que respecta al índice de homicidios. Lo que no sabemos es si este declive continuará su curso ad infinitum o volverá, quizá algún día, a ascender.
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