Reconozco que, cuando escribo novelas o cuentos, tiendo a ser ampuloso; incluso rozo la pedantería y el esnobismo. Es un efecto secundario de cuando aspiraba a ser escritor: iba apuntando todas aquellas palabras que descubría y que, de algún modo, quería incorporar a mi vocabulario.
Eran palabras raras y pedantes, del tipo onicófago, acerico, pectiniforme, destazar, nictinastia, chirlo, tisuria, gnomon, apodíctico, termolábil, suberoso, entérico, nictémero, paniego, gruñidor, atrición, etc. Palabras que creía que le daban un aire más culto al texto y, por tanto, se me consideraría más fácilmente escritor.
Craso error. Y por varios motivos. El primero es que la literatura no debe de ser escribir de forma deliberadamente hermética (al menos no siempre). El segundo tiene que ver con una investigación que sugiere que las palabras cultas, propias de Góngora, no hacen necesariamente que nuestros lectores o interlocutores nos consideren más inteligentes.
El título del estudio es: Consecuencias del habla erudita empleada sin necesidad: problemas con el uso innecesario de palabras largas, llevada a cabo por Daniel Oppenheimer.
Oppenheimer examinó sistemáticamente la complejidad del vocabulario empleado en distintos pasajes (de solicitudes de trabajo, ensayos académicos y traducciones de Descartes, entre otras cosas). Después le pidió a un grupo de personas que leyera muestras y evaluase la inteligencia de la persona que supuestamente las había escrito. Cuanto más sencillo era el lenguaje, más inteligente se consideraba al autor, lo que demuestra que el uso innecesario del lenguaje complejo da una mala impresión.
Lo cual me lleva a plantearme también a qué se debe el éxito entre los intelectuales (mayormente de letras) de autores como Jacques Lacan, Julia Kristeva, Bruno Latour, Jean Baudrillard o Gilles Deleuze, entre otros. Escriben rarito y deliberadamente abstruso, y además, como ya demostraron los estudios del físico Alan Sokal, no tienen mucha idea de lo que dicen (básicamente porque, como son pocos los que entienden lo que dicen, pueden colar lo que quieran simplemente vistiéndolo con sus mejores galas).
Perderse por las subordinadas infinitas de Marcel Proust o por el hermetismo de James Joyce puede aportar desafíos cognitivos interesantes. Pero la cosa se pone fea cuando nos enfrentamos a un texto de no ficción: un artículo, un ensayo o una mera opinión taquigráfica por Twiter o Facebook.
Que yo sea pedante en obras de ficción no hace daño a nadie (sólo pone evidencia que trato de enmascarar mi falta de pericia narrativa con palabras altisonantes… juro que me estoy quitando). Pero en la no ficción debería desacreditar automáticamente al pensador en cuestión.
Cuando se trata de entender cómo funciona el mundo real, es obligación del escritor comunicar sus hallazgos o reflexiones a los demás de la forma más accesible posible. Porque no caben interpretaciones (de hecho, las interpretaciones son por definición nocivas cuando se explican los principios de la termodinámica, por ejemplo).
Ello no imposibilita escribir con palabras cultas o técnicas (aunque habría que evitarlas también todo cuanto sea posible). Lo que resulta casi anatema es el uso de construcciones sintácticas demasiado complejas, el uso de metáforas demasiado poéticas, el guiño cultureta minoritario, los circunloquios, el dar por sentado que tu lector es tan leído como tú, etc. Hasta el punto de que leer ya no es sinónimo de aprender sino de regodearse en el placer estético de una obra de arte que suena muy bien.
En resumidas cuentas, el texto de no ficción latazo surge de las ansias del escritor de dárselas de profundo y de las ansias del lector de no parecer idiota. Por eso, cuando discuto con alguien y me viene con argumentos que parecen más poesías que razones lógicas, no tengo miramientos en soltar: oye, tío, no me entero, ¿me lo puedes explicar como si tuviera 5 años?
Y creo que ahí reside la mejor receta para escribir no ficción divulgativa: forma para niños de 5 años y fondo para adultos. Es la mejor manera de explicar algo y que se entienda, y también la mejor manera de dejar al descubierto las inconsistencias de lo que se explica, incluso para uno mismo.
Vía | 59 segundos de Richard Wiseman
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