Aprovechando que estos días se estrena la nueva entrega cinematográfica de Star Trek, reinventada por el casi siempre eficaz J. J. Abrams, vale la pena echar una mirada científica no ya al abanico de gadgets imposibles sino a uno de sus personajes.
Un vulcaniano que se rige por la razón, dejando a un lado los sentimientos, antítesis del temperamental del capitán Kirk: Mr. Spock.
Todos los seres vivos deben adoptar continuamente decisiones respecto a qué rumbo tomar. ¿Debo hacer esto o aquello? Al encontrarme con un depredador, ¿debo huir o enfrentarme a él?
Una criatura ultrarracional como el señor Spock resolvería estos problemas recurriendo a la lógica pura: calculando costes, beneficios y riesgos de cada alternativa hasta identificar la elección óptima. Algo así como una computadora. Pero el señor Spock no vive en el mundo real, y los cerebros no son tan rápidos como una computadora.
La mayoría de decisiones, además, se toman bajo informaciones parciales, objetivos contradictorios y un tiempo limitado. Bajo esta presión, es obvio que la evolución no ha favorecido un cerebro tipo Spock sino tipo Kirk.
El cerebro tipo Kirk se basa en la emoción para guiar la acción en situaciones de conocimiento imperfecto. Las emociones alteran nuestros estados mentales y nos ofrecen listas de acciones que han resultado útiles en anteriores ocasiones similares.
La felicidad llega si alcanzamos determinada meta, y ello actúa como una señal emocional a favor de continuar la tarea.
La tristeza reclama interrumpir la tarea para diseñar un nuevo plan o buscar ayuda.
La cólera es indicio de que la tarea se está frustrando y debemos empeñar más esfuerzo en ella.
El miedo indica que detener la labor para centrar la atención en nuestro entorno, ya sea para estar quietos o para escapar.
Así pues, las emociones son esenciales para el pensamiento “racional”: sin ellas encontraríamos demasiados obstáculos en nuestra interacción con los mundos físico y social.
En Star Trek, a Spock sólo se le suele dejar en evidencia en el mundo social, donde su racionalismo exacerbado le convierte en un inepto, incapaz de captar las complejidades y las sutilezas de las demás personas. Pero lo cierto es que Spock también fracasaría en la mayoría de los ámbitos físicos, salvo quizá en escenarios cerrados y matemáticamente computables, fuera de la realidad, como una partida de ajedrez.
Robert Frank, un economista de la Universidad de Cornell, ha expuesto el argumento más convincente a este respecto en su libro de 1988 Passions Whithout Reason. Allí defendió que emociones tales como la culpa, la envidia o el amor nos predisponen a comportarnos de formas que pueden ser contrarias a nuestro interés propio más inmediato, pero que nos permiten lograr el éxito social a largo plazo. Así pues, afirma que las emociones tienen una función “estratégica” en nuestra vida social.
Las emociones no sólo son importantes para nosotros sino para los demás. No basta con tenerlas, es importante que los demás también se den cuenta de que las tenemos. Por ejemplo, en el caso de la culpa. Si los demás no perciben que nos sentimos culpables por algo que hemos hecho mal, entonces la emoción pierde gran parte de su efecto socializador: que los demás nos perdonen o comprendan. Y a la larga será más fácil que los demás confíen en ti y que no les traiciones.
Pero ¿quién puede confiar en Spock? ¿Cómo puedes saber si te aprecia sinceramente si sabes que sólo usa la lógica? ¿Puede estar engañándote, usando su inteligencia maquiavélica? Si confiamos en el amor de otra persona es porque sabemos que ella, al igual que nosotros, es capaz de dejarse llevar por los dictados de ese sentimiento amoroso, adoptando compromisos, incluso compartiendo propiedades e hijos, sin calcular tanto los beneficios de esta decisión como el bienestar que le produce. El sentimiento es una especie de garantía.
Por ello, nuestra cara, de manera automática, refleja al punto nuestras emociones, como una valla publicitaria de nosotros mismos, como garantías de nuestros pensamientos. Las expresiones faciales de enfado, miedo, culpa, sorpresa, disgusto, desprecio, tristeza, pena y felicidad son universales: comunes a todos los pueblos y todas las culturas.
Excepto entre los vulcanianos.
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