¿Los científicos son fríos, calculadores y carecen de sensibilidad artística? (y III)

¿Los científicos son fríos, calculadores y carecen de sensibilidad artística? (y III)
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LA PINTURA.

Muchos científicos también han tenido gran sensibilidad pictórica. Por ejemplo, el físico Richard Feynman (que también obtuvo el Premio Nobel), fue un consumado artista que vendió y expuso sus pinturas en California en los años 1960.

El biólogo Jonathan Kingdon se ganó la vida vendiendo sus pinturas y bocetos de animales, incluida una enorme monografía en cinco volúmenes de la anatomía y la biología de los mamíferos africanos.

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E. B. (“Henry”) Ford, que fue catedrático de Genética en Oxford en los años sesenta (y que sin ayuda de nadie estableció la subdisciplina de la ecología genética), fue también un entusiasta aficionado a la arqueología en la que alcanzó cierta notoriedad. Excavó el fogous (casas de tierra prehistóricas) de Cornualles y publicó una erudita monografía sobre también Noam Chomsky, el padre fundador de la lingüística moderna y una de las mayores fuerzas intelectuales en las ciencias cognitivas en general; puede exhibir sus credenciales como historiador, dado que escribió lo que se suele considerar uno de los análisis más eruditos de la Guerra Civil española.

Evidentemente, esta lista es muy incompleta: sólo menciona a los que han alcanzado cierta excelencia. Pero ignora a todos los científicos aficionados sin más a la pintura, la poesía, la música, la literatura, la arquitectura y otras manifestaciones culturales propias de las letras puras.

Cuenta para rematar esta anécdota el biólogo Robin Dunbar:

No hace mucho participé en un pequeño congreso sobre biología que tuvo lugar en Madrid. Por casualidad, supe que más de la mitad de los asistentes dedicaron algo de su tiempo a visitar el famoso Museo del Prado y el Museo de Arte Moderno Reina Sofía, o asistieron a conciertos durante los cuatro días que duró la reunión. Me gustaría saber cuántos asistentes a un congreso comparable en humanidades se habrían tomado la molestia de visitar el Museo de la Ciencia de Madrid o su zoo.

La pregunta que resulta inevitable entonces es: ¿es el profesional medio en humanidades tan culto científicamente como lo es culturalmente el científico medio?

Hay excepciones, como la escritora de libros para niños Beatrix Potter, que era aficionada a la botánica e incluso llegó a escribir un artículo sobre germinación de las esporas de los Agarinacae (una familia de los hongos). El compositor Edward Elgar estaba interesado en la química, y el músico Robert Simpson es un aficionado entusiasta de la astronomía.

Pero son casos más excepcionales. Son demasiadas las personas informadas en asuntos de letras que son legos en materia científica.

Pero si no haber oído nunca una cantata de Bach, o visto las pinturas que hacen en las rocas los aborígenes australianos, es una asombrosa laguna cultural en la vida de uno, también lo es no estar interesado en saber cómo se forman las estrellas o en cómo los genes producen cuerpos, que es el mayor de todos los milagros de los que la vida misma tan precariamente depende.

Vía | El miedo a la ciencia de Robin Dunbar

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