No hay nada como usar el paladar para averiguar detalles acerca de lo que tenemos delante. Y esa idea la llevo hasta su máxima expresión el primer ocupante de la Cátedra de Zoología en Oxford, William Buckland (1784-1856).
Junto a su hijo Francis, también zoólogo, William empezó a comer cualquier animal que se cruzara por su camino, siempre con curiosidad científica. Francis, incluso, llegó a un acuerdo con el zoológico de Londres para recibir una pieza de cualquier cosa que muriese allí. Vamos, que los Buckland ni alterarían el gesto si en un restaurante chino les sirven perro. U hormigas.
William Buckland, tras su larga experiencia comiendo de todo, no tuvo dudas acerca del plato que le había resultado más desagradable. Tomad nota: asado de topo. Sin embargo, tras probar los moscardones guisados, el asado de topo quedo en segundo puesto en el TopEccs de Buckland.
Pero William Buckland no solo se contentaba con zamparse animales, también comía otras cosas bastante asquerosas. Por ejemplo, cuando el arzobispo de York le mostró una caja de rapé que contenía el corazón embalsamado de Luis XVI que había comprado en París en la época de la Revolución, Buckland admitió que nunca había comido el corazón de un rey. ¿Os imagináis qué hizo entonces? Bingo, habéis acertado.
William Gratzer cuenta otra anécdota acerca de la voracidad científica de los Buckland en su libro Eurekas y Euforias:
Durante una visita a Italia, a los siempre curiosos Buckland les mostraron una mancha en el suelo de una iglesia en el lugar donde un santo había sido martirizado. Cada mañana, les dijeron, la sangre fresca se renovaba milagrosamente. Inmediatamente, William se arrodilló en el suelo y aplicó su lengua a la mancha húmeda. No es sangre, informó a sus anfitriones. Él sabía exactamente lo que era: nada más que orina de murciélago.
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