El químico inglés William Henry Perkin, en 1856, accidentalmente, mezcló anilina y dicromato potásico, una mezcla que aparentemente carecía de valor.
Sin embargo, Perkin se fijó en un destello purpúreo en la mezcla y añadió alcohol, que disolvió la mezcla y dejó una sustancia de color púrpura que era capaz de teñir excelentemente la seda. Enseguida vio que allí podía haber un buen negocio.
Malva
Como en otros grandes casos de serendipia en la historia de la ciencia, este descubrimiento no fue pura casualidad. Aunque el azar jugó un papel importante, resultó más relevante la actitud observadora de Perkin, que supo ver más allá de un resultado decepcionante.
Perkin, de solo dieciocho años, abandonó sus estudios y patentó el producto. Con la ayuda de todos los recursos de su familia, construyó una fábrica de tintes y empezó a producir lo que Perkin llamó púrpura de anilina.
Los tintoreros franceses enseguida usaron masivamente este nuevo tinte, cuyo color bautizaron como malva.
El tinte alcanzó tales cotas de popularidad que este periodo es conocido por los historiadores como "década del malva", inaugurando también una gran industria de tintes sintéticos y estimulando, paralelamente, la expansión de la síntesis de la química orgánica.
Perkin se convirtió en empresario de éxito y en visionario de los negocios, ya que no solo realizó el descubrimiento y lo patentó, sino que también organizó la fábrica, obtuvo el capital necesario, realizó labores comerciales y de venta, así como diversas mejoras técnicas en el proceso industrial.
A los 21 años, ya era millonario. En medio de la Revolución industrial, Perkin había creado una nueva industria: la química.
En los años siguientes William Henry Perkin desarrolló una gran variedad de tintes sintéticos y también diversificó su producción con perfumes, a la vez que se convirtió en una persona popular en el mundo de la moda por su aportación a los colores en los tejidos. Ya siendo célebre y rico, Perkin pronunció una conferencia sobre tintes en la Sociedad de Química de Londres.
En el auditorio, por cierto, se encontraba nada menos que un septuagenario Michael Faraday.
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