No fue hasta 1789 que el químico francés Antoine Lavoisier logró demostrar que el papel del oxígeno en la combustión, y en consecuencia dejó en evidencia la teoría del flogisto de Georg-Erns Stahl, que había dominado el pensamiento científico durante medio siglo (y que hasta hace bien poco, también dominó gran parte de la literatura).
El flogisto era una sustancia invisible que supuestamente existía en todas las cosas materiales y que explicaba su combustión. En otras palabras, fue un mito para llenar una laguna de ignorancia.
El triunfo del oxigeno sobre el flogisto
El auténtico descubridor del oxígeno fue el químico sueco Carl Wilhelm Scheele. Lo aisló en 1771 y 1772 calentando distintas sustancias que le dejaban en libertad con facilidad, entre ellas el óxido de mercurio. Scheele llamó al gas «aire del fuego», porque era el único apoyo conocido para la combustión.
Paralelamente, el 1 de agosto de 1774, el clérigo británico Joseph Priestley realizó un experimento en el que enfocó la luz solar sobre óxido de mercurio (II) (HgO) en el interior de un tubo de cristal, que liberó un gas que él llamó «aire desflogisticado».
Pasó cierto tiempo hasta que descubriera que aquel “aire” que había preparado con el óxido de mercurio era mejor que el aire común para la respiración. Por ejemplo, en marzo de 1775, introdujo un ratón adulto en un aparato de cristal lleno del aire procedente del mercurio calcinado. Su primera hipótesis fue que el ratón no sobreviviría más de quince minutos, el tiempo que tardara en agotarse el aire. Pero su sorpresa fue máxima al comprobar que el ratón se mantuvo consciente una hora y media, resultando el aire descubierto tan bueno o mejor que el aire común respirado por animales y humanos.
Todavía, sin embargo, tuvo que transcurrir más tiempo hasta que el nuevo hallazgo permeabilizó la literatura. Antes de eso, Shakespeare, por ejemplo, tenía que contentarse con el “dulce aire” y el “aliento sazonador del verano”. Pero más tarde algo pasó con el oxígeno que, sin embargo, no ocurrió con la electricidad.
Así como los poetas románticos abordaron nuestras imágenes inspirados por la comprensión de la electricidad (Frankenstein, de Mary Shelley fue una de las obras más célebres al respecto), el oxígeno, al menos en su terminología y sustrato científico fue olvidado casi por completo, tal y como explica Hugh Aldersey-Williams en La tabla periódica:
Poemas tales como “Oda al viento del oeste” y “A una alondra”, de Percy Shelley, rebosan del aire y el agua vivificadores, y de los azules y verdes que ocasionan en la naturaleza, pero no mencionan el oxígeno por su nombre. Quizá temían que sus lectores no estuviera tan bien enterados de lo último en ciencia como ellos. Lo más probable es que simplemente rechazaran el término por poco adecuado desde el punto de vista lírico, un polisílabo que, paradójicamente, parecía ahogar el flujo de la respiración. Mucho más tarde, Roger McGough esquivaría el problema utilizando el anillo de humo de un símbolo químico en lugar de su nombre en su poema “Oxígeno”, cuya última línea representa las últimas bocanadas de una persona mediante una secuencia de ocho “o” que van desapareciendo.
Ver 4 comentarios