A raíz de un estudio polémico del filósofo estadounidense Adan Shiver, que propone la modificación genética de los animales de granja para evitar que sientan dolor, desde Genciencia os planteamos la siguiente disyuntiva:
Dado que la sociedad no va a prescindir de corto o medio plazo de la alimentación de animales, ¿aceptaríais emplear la ingeniería genética o los avances en neurología para facilitar en lo posible la muerte indolora de dichos animales? ¿O, por el contrario, creéis que ese alivio es en verdad un alivio de nuestra propia conciencia y un atentado contra el animal?
Y una vez aceptada la primera premisa, ¿asumiríais consumir por ejemplo un cerdo que ha sido diseñado en un laboratorio para ser netamente feliz, no notar el dolor y, por qué no, “desear” ser alimentado por el ser humano como colofón apoteósico de su existencia? Cerdos que desearan ser jamón, como plantea el libro de filosofía de Julian Baggini El cerdo que quería ser jamón?
En un futuro, incluso, ¿os parecería bien que se “cultivaran” animales sin cerebro destinados a la alimentacíón?
Cuestiones morales, derechos animales, cultura, ciencia, cambios de hábitos alimenticios…
Ahora vosotros tenéis la palabra.
Tras cuarenta años de vegetarianismo, Max Berger se disponía a participar de un banquete de salchichas de cerdo, jamón, bacon crujiente y pechugas de pollo a la plancha. Max siempre había echado de menos el sabor de la carne, pero sus principios eran más fuertes que sus ansias culinarias. Sin embargo, ahora era capaz de comer carne sin cargo de conciencia. El jamón, el bacon y las salchichas procedían de una cerda llamada Priscilla a la que había conocido la semana anterior. Había sido genéticamente diseñada para poder hablar y, lo que es más importante, para querer que se la comieran. Priscilla había deseado toda su vida acabar en una mesa, y el día de su matanza se despertó toda esperanzada. Le había contado todo esto a Max justo antes de dirigirse presurosa al confortable y humano matadero. Después de escuchar su historia, Max pensaba que sería irrespetuoso no comérsela. El pollo procedía de un ave genéticamente modificada que había sido “descerebrada”. En otras palabras, vivía como un vegetal, sin conciencia de sí mismo, del entorno, del dolor o del placer. Por consiguiente, matarlo no era más cruel que arrancar una zanahoria. Pese a todo, cuando le pusieron delante el plato, Max sintió un amago de náusea. ¿Se trataba de un simple acto reflejo, provocado por una vida de vegetarianismo? ¿O era el indicio físico de una justificable aflicción psíquica? Sobreponiéndose, cogió el cuchillo y el tenedor…
Vía | Quo y El cerdo que quería ser jamón de Julian Baggini
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