A veces nos olvidamos de que nuestro cerebro se puede hackear con relativa facilidad. Podemos hacerle creer que estamos manteniendo una relación sexual cuando en realidad estamos rindiéndole culto a Onán, por ejemplo. Podemos introducirnos emocionalmente tanto en una película que finalmente lo que allí sucede parece que nos pasa a nosotros, cuando no es así.
Esta idea parece olvidarse cuando se cuestionan las futuras prestaciones de los robots a la hora de darnos amor, amistad y compañía. Enseguida aflora nuestro síndrome de Frankenstein y aducimos que un robot jamás podría suplir a un ser humano de verdad. Pero en el ámbito de los perros robot, la evidencia científica parece indicar lo contrario.
Según un estudio de Marian Banks y sus colegas de la Saint Louis University School of Medicine, que examinó los efectos de los perros reales y los perros robóticos (en concreto un AIBO de Sony) en pacientes de varias residencias de ancianos, durante ocho semanas los pacientes formaron el mismo vínculo emocional con ambos tipos de perro, y los dos ayudaron en la misma medida a paliar los sentimientos de soledad.
A medida que los robots mejoren sus prestaciones y su imitación de criaturas reales, es muy probable que pronto eclosione una nueva industria de robótica emocional que enriquecerá o, al menos, cambiará radicalmente, nuestras relaciones interpersonales con los demás (y nuestras mascotas).
Imagen | kate nev
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