Ciudades que han sido invadidas por los jinetes del Apocalipsis y que finalmente han sido abandonadas. Ciudades infernales, tóxicas, envenenadas. Ciudades malditas. Ciudades, en definitiva, gafes.
Todos hemos visto viejas fábricas en ruinas, edificios fantasma, teatros abandonados. De hecho, en 1970, en las universidades estadounidenses empezó a ponerse de moda crear clubes de exploradores urbanos de estos lugares, tendencia que hoy en día tiene muchos seguidores en España. Las normas a seguir por estos exploradores son estrictas: se internan en los lugares abandonados con cuerdas, linternas y cámaras de fotos, pero tienen prohibido hacer ruido, romper cosas, forzar una entrada o una salida o llevarse un recuerdo, excepto las fotografías.
Sin embargo, existen sitios tan vacíos de vida como estos pero que comprenden barrios enteros, incluso ciudades. La lengua alemana, tan dada a la formulación de toda clase de palabras para designar conceptos complejos (de ahí su éxito en el terreno del psicoanálisis), tiene unas palabras para describir la atracción por las piedras antiguas de las ruinas de las ciudades, como Troya, Corinto, Petra o Pompeya: Ruinenempfindsamkeit, Ruinensehnsucht o Ruinenlust.
Stendhal incluso sostenía en sus Paseos por Roma (1829) que visitar ruinas es “el placer más intenso que la memoria puede procurar“ y que el Coliseo era más sugerente en ruinas de lo que lo era cuando estaba intacto. Otro gran viajero de ruinas, Goethe, que visitó en dos ocasiones Pompeya en 1787, era de parecer idéntico: “Muchas calamidades han ocurrido en el mundo, pero ninguna ha proporcionado más entretenimiento a la posteridad que ésta“.
En Internet proliferan los sitios que recopilan esta clase de lugares y que coleccionan fotos y reportajes sobre viajeros que se han atrevido a penetrar en sus dominios. Como Industrial Britain, gestionado por dos fotógrafos que exhibe estructuras industriales del Reino Unido que se abandonaron por volverse obsoletas; Yamaiga, de ruinas japonesas; Dead Malls, de centros comerciales estadounidenses al que ya sólo acuden las ratas; o Dead Ohio, sobre cementerios abandonados, es decir, lugares de muerte muertos o doblemente muertos.
Para los que persigan alimentar su fervor religioso o tan sólo contemplar lo más parecido a un milagro, les recomiendo una visita al estado mexicano de Michoacán. Allí, el 20 de febrero de 1943, una repentina erupción volcánica arrasó las casas de varias poblaciones cercanas. Sin embargo, la lava del volcán Paricutín dejó indemne una única edificación: la iglesia de San Juan Parangaricutiro. Hoy en día, podéis pisar este mar de lava solidificada sobre la que se levanta intacta y desafiante la iglesia, como única señal de vida en kilómetros a la redonda. No en vano, la catedral señalada por el dedo del Altísimo es un atractivo centro turístico y así un importante motor para la economía de la zona. Desde una vista aérea, la iglesia parece edificada en Júpiter o algo así.
Lugares, en definitiva, carcomidos por el tiempo, apolillados, oxidados, abandonados a su suerte, catastróficos, víctimas del implacable deterioro, recubiertos del moho y del polvo valetudinario que abunda en los museos de historia, y también con cierto olor a naftalina.
La revista Forbes publicó un ranking de ciudades que podrían quedar eventualmente en este estado alrededor del año 2100. Entre las más conocidas (y chocantes) está Detroit (por el descalabramiento de la industria del automóvil, ya tiene hoy casi un millón menos de habitantes que en la década de 1950), México DF (por la sequía de sus fuentes de agua), San Francisco (por un terremoto), Venecia (engullida por la subida del nivel de las aguas) y Nápoles (por la erupción del Vesubio).
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