Muchos de los límites actuales son simplemente psicológicos: en cuanto un atleta, por ejemplo, supera una marca que permanecía imbatible durante años, no es raro que otros atletas superen a sí mismo esa marca en poco tiempo, como si en realidad una barrera psicológica del tipo “es imposible” les hubiera boicoteado los músculos.
Otros límites deportivos tienen relación con lo tecnológico. Hasta el punto de que hay deportistas que han alcanzando marcas que harían palidecer a cualquier atleta de hace medio siglo.
Ahora imaginad que encontramos una prueba de que hace 20.000 años, había seres humanos más rápidos que nosotros. Pues es lo que creyeron encontrar en 2005 un grupo de antropólogos al topar de bruces con huellas de pisadas del Pleistoceno, en la región de los lagos Willandra, de Nueva Gales del Sur.
Las pisadas eran de varios adultos y niños, y en particular había pisadas de un hombre que había estado corriendo en la fina capa de fango que rodeaba el lago. Si calculaban la profundidad de las huellas y su situación, podían estimar que la velocidad de aquel hombre era de unos 20 km/h. No era muy llamativo, hasta que un año más tarde, Steve Webb, el científico principal que había informado del hallazgo, recalculó las huellas, y estimó que aquel hombre desarrollaba una velocidad de 37 km/h.
Es decir, aquel hombre del pasado parecía correr más que Usain Bolt, el actual corredor que detenta el récord mundial, si Usain Bolt corriera sobre esa clase de superficie.
Por si fuera poco, Webb también detectó las huellas de otro hombre que se desplazaba sobre una sola pierna… y corría nada menos que 21,7 km/h, velocidad que se estimó no sólo por las huellas de su único pie, sino también las marcas que dejaba el palo que usaba como muleta.
¿Quiénes eran esas personas? ¿Cómo podían ser tan rápidos? ¿Eran superhéroes? Lo más probable, no obstante, es que estemos ante un caso de mala interpretación, tal y como explica Hugh Aldersey-Williams en su libro Anatomías:
Las huellas están dañadas allí donde sobre ellas ha pasado el agua, de modo que incluso es difícil discernir en ellas un patrón claro derecha-izquierda. ¿Podría tratarse de huellas de un homínido mucho más antiguos? ¿O quizá se trate de una complicada mezcla de huellas modernas y de rastros de otros mamíferos en ceniza antigua, de manera parecida a lo que ocurre a aquella última huella en la nieve del relato de Capek cuando, en la página final, llega el colega del sargento de policía e inadvertidamente la pisa con sus botas? Parece que, tal como descubre el señor Rybka, leer huellas de pies de cualquier edad es un arte poco digno de confianza.
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