Resulta difícil saber lo que opina un bebé de pocas horas sobre el sabor de las cosas, porque no le podemos preguntar directamente (y si lo hacemos, únicamente recibiremos algún balbuceo incomprensible). Sin embargo, podemos hacernos una idea analizando la cara que ponen.
Es lo que hico en 1974 el médico israelí Jacob Steiner, advirtiendo que las reacciones de un bebé a los gustos básicos (dulce, ácido, salado y amargo) se podía juzgar por sus expresiones faciales.
Como lo explica Bee Wilson en su libro El primer bocado:
Steiner cogió a bebés que solo tenían unas horas, les dio a probar una serie de sabores en un hisopo húmedo de algodón y grabó sus expresiones faciales. Cuando les daba sal, que uno pensaría que les haría llorar, los bebés sorprendentemente mostraban poca reacción y seguían pareciendo inexpresivos.
Lo que constató Steiner es que, en efecto, los bebés no desarrollan el gusto por la sal hasta los cuatro meses de edad, algo que también sucede con otros animales. Por el contrario, probar el sabor ácido sí que hizo que arrugaran los labios. La amargura les provocó una expresión de profundo rechazo, e incluso abrieron la boca como si pretendieran escupir o vomitar.
En cuando al hisopo dulce, Steiner descubrió que producía una mirada distraída de "relajación", un "lamerse con ansia el labio superior" e incluso una "leve sonrisa", y eso a una edad en la que no se supone que los bebés puedan sonreír. Tan grande es el poder del azúcar.
Estos experimentos se han realizado muchas veces con bebés de distintas nacionalidades, arrojando los mismos resultados: nacemos programados para que nos encante el dulce, y sintamos aversión por lo amargo o lo ácido.
Steiner también expuso a recién nacidos a una paleta de distintos olores (plátano, mantequilla rancia, vainilla, marisco y huevo podrido) y los bebés escogieron los olores que todos nosotros escogeríamos en general.
Por consiguiente, hay olores y sabores que causan atracción y bienestar en los recién nacidos, mientras otros les causan rechazo y repulsión. No nacemos como tablas rasas o pedazos de arcilla amorfas completamente moldeables por el ambiente. Tenemos una parte programada y otra por programar. Y una depende de la otra.