El pasado fin de semana estuve volando hacia Praga en las aerolíneas checas. Las azafatas, muy eslavas, muy checas, me sirvieron un bocadillo que merece una tesis (podéis leer algo más sobre él en la crónica de mi viaje). Pero lo importante es que, durante el vuelo, andaba leyendo el libro de Jennifer Ackerman Un día en la vida del cuerpo humano.
En uno de los capítulos se hablaba de los desarreglos biológicos que produce la falta de sueño. Hasta que leí un fragmento que, de repente, me hizo sentir conmiseración por las azafata de 1,80, ojos azules y cabellera de fuego que me había servido el bocadillo, a pesar de que dicho bocadillo estaba más muerto que una momia.
El fragmento de marras hablaba de las azafatas. Concretamente de las azafatas que viajan a menudo cruzando husos horarios (por ejemplo, las que realizan vuelos transatlánticos).
El reloj interno de nuestro cuerpo se adapta a pequeños cambios en la luz, de forma gradual (si lo hiciera instantáneamente, entonces nuestros relojes internos se readaptarían cada vez que entráramos o saliéramos de una habitación a oscuras). Nuestro reloj interno, el que ordena que se segreguen unas u otras sustancias en función de la hora del día, está diseñado para ajustarse a los cambios estacionales en los patrones de luz.
Sin embargo, los vuelos transoceánicos son eventos antinaturales, y el cuerpo no está preparado para asumir continuamente que el día es la noche y viceversa. Viajar de esta forma ocasionalmente no es peligroso, pero hacerlo a menudo, sí. Y algunas azafatas o pilotos lo hacen de esa forma.
Kwangwook Cho, de la Universidad de Bristol, se inspiró en sus propios síntomas de descompensación horaria (desorientación y lapsus de memoria) para estudiar los efectos de los viajes transoceánicos frecuentes. Tal y como explica Ackerman:
En un estudio realizado con veinte azafatas de vuelo que trabajaban para líneas aéreas internacionales, Cho descubrió que cinco años de viajes de largo recorrido ocasionaban problemas de memoria y alteraciones cognitivas. Nuevas pruebas realizadas con muestras de saliva y escáneres cerebrales revelaron la posible causa: las azafatas que volaban más de siete zonas horarias y tenían menos de cinco horas para recuperarse entre vueltos multizonales mostraban mayores niveles de la hormona del estrés, el cortisol.
Lo que parecían revelar los escáneres cerebrales de las azafatas es que sus lóbulos temporales estaban contraídos, pues el cortisol, el altas concentraciones, parece dañar las células cerebrales. Esta contracción también afectaba, pues, al hipocampo, la parte del cerebro que resulta esencial para el aprendizaje y la memoria.
De hecho, en una serie de test realizado a los trabajadores, Cho y otros investigadores comprobaron que su memoria a corto plazo y su capacidad de abstracción cognitiva se ven ligeramente mermadas tras cinco años trabajando en estas condiciones. Para evaluar la capacidad cognitiva de las azafatas, Cho realizó pruebas con símbolos sencillos, como las banderas de Estados Unidos y Gran Bretaña, y test de memorización en una pantalla de ordenador.
El estudio de Cho fue publicado en la revista Nature Neuroscience. Las azafatas voluntarias, de 20 a 28 años, no tenían antecedentes de enfermedades neurológicas o psiquiátricas.
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