Xataka Ciencia entrevista a uno de los expedicionarios de la Antártida que ha sido víctima de un extraño virus que te obliga a 'bailar'

Xataka Ciencia entrevista a uno de los expedicionarios de la Antártida que ha sido víctima de un extraño virus que te obliga a 'bailar'
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Editado: obviamente, esta entrada en totalmente falsa. Bienvenidos a la inocentada del 28 de diciembre de 2012. Pero si os habéis quedado con ganas de nieve y extraterrestres (y esto ya no es una inocentada), tenéis que viajar a los Alpes para contemplar la recreación que ha hecho un artista del mítico Space Invaders.

Xataka Ciencia ha sido uno de los medios acreditados para entrevistar a Alfredo Luján, uno de los integrantes de la expedición a la Antártida que ha sido contagiado por un virus que le obliga a moverse al ritmo de los sonidos que oye. Como si sonara el Gangnam Style a todas horas y no solo te sintieras a fingir que galopas como un energúmeno.

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Los contagiados permanecen aislados tras una mampara de cristal que amortigua en lo posible los ruidos del exterior, en el Centro Virológico AHC de Madrid. La entrevista se llevó a cabo ayer, 27 de diciembre de 2012, y la transcribiré tal y como fue registrada en mi teléfono móvil.

Para que os hagáis una idea, Alfredo Luján tiene el cabello canoso atacado por entradas y tonsuras, piel arrugada, camisa azul, pantalones de pana y una flor en la solapa de la chaqueta. Tras la mampara de vidrio, que le mantenía aislado como si fuera una pieza de museo, las paredes se hallaban forradas de cajas de huevos vacías, al igual que las cámaras anecoicas o los estudios insonorizados. También se elevaban montañas de libros en la mesa, sobre la cama, en un sofá orejero, por el suelo. La decoración era, no obstante, minimalista, vagamente zen.

Mi pregunta fue muy directa:

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Usted sufre una sensibilidad patológica a las ondas sonoras que, hasta ahora, era completamente desconocida, ¿no es así?

Por supuesto que es así. Cada sonido que entra por mis oídos, por mínimo que sea, influye en mi mente, despojándola de autonomía.

¿Y cómo es posible algo así?

¿Te crees que yo lo sé, imbécil con birrete?

Eh… ¿Cómo dice?

Ahora, con mi frase, con el sonido de mi voz, he provocado deliberadamente que dejes de mirarte el ombligo, que me prestes atención de verdad y que se erice tu suspicacia. Lo que me ocurre a mí es parecido a lo que te acaba de ocurrir a ti, pero a mí me sucede con cualquier sonido del mundo, articulado o no.

Entiendo… Eh… ¿podría contarme mejor su caso?

La corea de Sydenham es una enfermedad neurológica rara, una inflamación del sistema nervioso central que asalta al afectado con movimientos musculares sin propósito aparente, involuntarios y no repetitivos. Popularmente se conoce como El baile se San Vito. Lo que me pasa a mí se parece sospechosamente a esta patología, por la cual, durante la Edad Media, te podían quemar en la hoguera por considerarte poseído por el demonio. Sin embargo, mis movimientos no son aleatorios ni fortuitos, se encuentran íntimamente ligados a los ruidos, a las palabras, a la música que captan mis oídos.

Entonces ¿usted se mueve al compás del sonido?

Como si fuera un títere bailando al son de la música, en efecto. No sé de dónde procede, no sé cómo actúa. Sólo sé que todos los que iban en aquella expedición han sido contaminados de igual modo.

-Es… .

-Peligroso. Esta mierda puede contagiarse.

-Imagina si alguien descubre qué tonada, qué música, qué canción, qué palabras, qué sonidos sirven para mover unos u otros músculos. Sería capaz, incluso, de gobernar pensamientos, deseos, temores. Ese individuo se convertiría en nuestro titiritero, controlaría todos los hilos de los muñecos danzantes.

Bien ¿cuánto cree que nos queda, entonces?

¿Cómo voy a saberlo, chaval? Días, semanas, meses, a saber. La ciencia dirá, cuando deje que me metan una torunda por el culo para tomarme muestras de ADN. Pero antes cuéntaselo al mundo, para que esté sobre aviso. Para que recele de cualquier percepción acústica, no fuera a ser que ya estuviera bajo el influjo de esta acentuación superlativa de las ondas sonoras y sus consecuencias. Para que recele de la televisión, de los discos, de los discursos, de las proclamas, de las escenas melodramáticas de las películas, de los cantos de sirena de las máquinas tragaperras… de todo, de cualquier ruido, por insignificante que sea. Porque todo puede obligarnos a hacer aquello que no queremos, todo puede anestesiarnos la voluntad.

Como podéis imaginar, a estas alturas de la entrevista no pude evitar una ceja, entre escéptico e intrigado. Finalmente, Alfredo Luján aceptó contarme con más detalle aquella expedición a la Antártida y cómo se produjo el contagio. Paso a transcribirlo tal cual (eliminando los fragmentos más accesorios):

Era el culo del mundo. Imagínate: un vuelo de mil pares de demonios en un avión Hércules de las Fuerzas Aéreas Chilenas hasta Punta Arenas, seis días aguardando las condiciones meteorológicas apropiadas para volar a la isla del Rey Jorge, en el archipiélago de las Shetland del Sur, y, finalmente, otros cuatro días de navegación en el B.I.O. Asimov hacia una remota zona del Antártico: el Mar de Bellinghausen. Sí, Bellinghausen. Suena a cuento de hadas, ¿verdad? Pues no, chaval. Fue una expedición condenadamente real, y yo, el que pincha y corta, formé parte de aquella campaña científica de 1994 para estudiar la fauna y flora de los fondos del mar antártico.
Navegamos entre la bruma, en un mar desordenado. No te lo puedes ni imaginar. El Asimov cabeceaba como un autobús brasileño cruzando un camino sin asfaltar. Una prostituta aplicándose carmín en los labios hubiese terminado con la cara de Toro Sentado. Era la bomba, de verdad. Vomitabas tanto que apenas te quedaba bilis que regurgitar. No era la primera vez que me embarcaba en un viaje de aquella naturaleza, ni tampoco la primera vez que atravesaba el Círculo Polar Antártico para estudiar organismos bentónicos, pero nunca te acostumbras a esas montañas rusas acuáticas, te lo aseguro.
El veintinueve de enero pasamos frente a los primeros grandes témpanos. El escenario era impresionante, pero la Jefe de la Camapaña, una lesbiana con muy mala baba del Instituto Español de Oceanografía, no nos permitía afincarnos en la contemplación. La Asimov estaba operativa las veinticuatro horas del día. Así pues, enfundados todos en los trajes isotérmicos de color naranja, nos pasábamos toda la jornada en la cubierta de popa, haciendo la puesta a punto de las dragas, el box-corer y el trineo suprabentónico.
El único que ni rechistaba era un técnico de la UTM llamado Pressburger. Una mole que gobernaba la draga Agassiz como si fuera una extensión de su brazo…
… y me tocó con Pressbuger, que siempre se reía a pesar de las inclemencias del tiempo, y al sonreír toda su cara se llenaba de arrugas que formaban líneas como los radios de una rueda. Creo que ese puñetero islandés disfrutaba de la aventura más que yo, que ya es decir. Era un buen tipo. Los primeros días fui su ayudante con la Agassiz, con la que, además de muchas piedras de diferentes tamaños, sobre todo volcánicas y graníticas, obtuvimos algunos ejemplares interesantes de fauna antártica, como una voluminosa anémona de color rojizo y tegumento coriáceo, briosos incrustantes, braquiópodos de la especie crania lecointei y peces de la familia de los Marcúridos. Pressburger era el experto, yo sólo un simple buceador, así que me limitaba a pasarme el día limpiando las piedras del pegajoso fango y a dividir los hallazgos biológicos para que Pressburger escogiera los que nos serían útiles. Finalmente, en el laboratorio de la Asimov se encargaban de la identificación y procesado de las muestras: pesado, embolsado, etiquetado y conservación. Se parecía, como ves, a una cadena de montaje, y yo constituía un engranaje perfectamente prescindible.
Dos días después, la Asimov entró ligeramente en la banquisa de hielo que rodea al continente Antártico. Aquel lugar, chaval, era como otro planeta. Impresionantes bloques de hielo a punto de soldarse por el frío, crujiendo al rozarse entre sí como si fueran los huesos de un titán; ondas oleaginosas meciendo los trozos de hielo que flotaban sobre un mar de níquel; focas leopardo tumbadas con aire indolente, observándonos con curiosidad, con las fauces sanguinolentas de resultas de algún banquete salvaje. El rojo de la sangre resalta mucho en aquellas superficies de nácar bruñido. Causaba escalofríos, como si viéramos la sangre de una menorragia salpicando un paraíso celestial. Y es que en todos los sitios cuecen habas, a pesar de las apariencias. Hasta el más pintado es capaz de matar, ¿no crees?
Por fin, habiendo salvado ya los 71 grados de latitud S, nos aproximamos a Pedro I, una remota isla situada a unas doscientas millas de la costa más cercana. Por fin podía ser el protagonista y demostrar mis dotes como buceador.
El cinco de febrero, Pressburger y yo nos acercamos con la zodiac a una especie de cementerio de icebergs al sudeste de Pedro I, que habían quedado varados por la escasa profundidad del mar. Sólo quedaban libres de hielo unos farallones casi verticales de roca volcánica en el Cabo Ingrid, que fue donde decidimos sumergirnos por primera vez. El día era gris, como de costumbre. Las aguas, movidas, lechosas, y con algo de mar de fondo. La temperatura del aire era de un grado centígrado, algo superior a la del agua, que apenas se aproximaba al grado positivo.
Echamos el ancla de la zodiac a unos metros del acantilado, donde supusimos que había unos diez o quince metros de profundidad, y nos lanzamos al agua. La visibilidad era apenas de un metro. Nos rodeaban abundantes bloques de piedra cubiertos de algas. La biodiversidad parecía escasa. Allí no serviría de nada la draga Agassiz o Van Veen, así que la recolección debía hacerse a mano.
De este modo, mientras nos movíamos por aquel universo frío y blanco, en el culo del mundo, en el rincón más indómito de un frigorífico, me limité a hacer mi trabajo de forma mecánica. Mi adiestramiento consistía en pinzar invertebrados y guardarlos en mi bolsa de malla, nada más. Pressburger sólo me acompañaba como soporte, aunque él también tomó imágenes de vídeo de aquellas fabulosas comunidades marinas. Sin embargo, ambos notamos que algo no andaba bien, que algo nos impulsaba a nadar lejos de la zodiac sin saber la razón exacta.
Sabíamos que no debíamos demorarnos más de cuarenta o cincuenta minutos o empezaríamos a ser testigos de los síntomas del frío extremo, pero, aún así, dos horas después acabamos en Pedro I. Fue algo inexplicable.
Habíamos nadado en trance. Y en aquella isla perdida quedamos enquistados como los mejillones lo hacen a las rocas mojadas.
Todavía existen lugares misteriosos, chaval. No entiendo por qué se afanan en visitar otros planetas cuando aquí, en nuestro propio mundo, se esconden territorios tan o más marcianos.
La isla Pedro I es uno de ellos. Deberías verla con tus propios ojos. Está lejos de todo. Apenas tiene una superficie de doscientos kilómetros cuadrados. En el centro se eleva un volcán extinto a casi dos mil metros de altura, el pico Lars Christensen, a partir del cual, probablemente, se forjó toda la isla. Toda ella está cubierta por glaciares. En enero, un grado; en julio, veintitrés bajo cero. No hay nada más. Sólo musgos, líquenes y una pequeña población de pingüinos y focas. Bueno, y esa cosa, lo que me ha contaminado.
No fuimos los primeros en llegar hasta allí, aunque sí es cierto que no es una isla muy frecuentada, como te debes imaginar. Me he documentado: la descubrió el ruso von Bellingshausen en 1821, quien la llamó Pedro I en honor al zar Pedro el Grande. Sin embargo, von Bellingshausen no consiguió desembarcar en ella debido al cerco helado que la rodeaba. Hasta 1929 nadie pisó ese territorio de mil demonios. El primero fue Ola Obstad, al mando de una expedición noruega, que acabó construyendo una choza de madera en la costa, en la que el capitán Nils Larsen grabó la inscripción A Norvegia. Por último, en 1955 se instaló en la isla una base meteorológica y de transmisiones, que opera actualmente de forma automática. En ningún momento de la historia ha habido residentes permanentes en la isla. Es todo cierto. Lo pude comprobar con mis propios ojos. Y tú, si quieres, se lo puedes preguntar a San Google: los jóvenes de hoy sólo os fiáis de su palabra, ya lo tengo asumido.
Así pues, ignoro la razón de que nadie se haya topado con esa jodida… cosa. Quizá estaba congelada hasta ahora: el calentamiento global está haciendo estragos en aquellas latitudes. Quizá vino del espacio y se estrelló allí. Quizá es un plan de dominación mundial de origen extraterrestre. Ni idea, invéntate lo que quieras, tú debes de tener más facilidad para ello si trabajas en una de esas revistas de mierda parapsicológica.
La cuestión es que… sí, fue como si metiera en nuestras cabezas. Por los oídos, por los ojos, por los poros de la piel, a saber. Pressburger se sentía extrañamente atraído por una cueva subterránea, bajo la isla. Y yo también. Supongo que la contaminación ya había empezado entonces, pues buceábamos hacia el foco de la misma como hipnotizados por el canto de una sirena.
Allí dentro había una inusitada actividad biológica. Era como una fiesta privada a la que asistiesen varias especies de anémonas, hidrozoos, gorgonias con poliquetos epibiontes, gusanos equicíridos, picnogónidos, holoturias… por la cara que pones ante esta ristra de nombres, me das la razón: no hace falta viajar a Marte para ver marcianos.
Allí, el agua también era más densa y lechosa. Nuestras linternas apenas penetraban en aquel líquido caseoso preñado de organismos para dar y vender. Entonces sufrimos los primeros síntomas sin lugar a dudas. Podíamos mover los brazos, las piernas, la cabeza, sí… pero a todos aquellos movimientos voluntarios se unían muchos otros que eran involuntarios. No se trataba de simples tics o movimientos nerviosos, era algo más evidente, más consistente, como si un titiritero con Parkinson nos estuviera gobernando los nervios.
Salimos de allí como pudimos, tratando de controlar los intentos de nuestros respectivos cuerpos por hacer otras cosas, miles de ellas. Y cuanto más sacudíamos los pies de pato, mayor era el descontrol cinestésico y vestibular.
Los oídos me punzaban como en una de mis peores otitis, acompañadas de acúfenos tenebrosos. La sensación me recordaba a las escudillas que preparaba mi madre cuando de pequeño se me formaba una bola de cera en el oído y, entonces, con una pera de goma, me soltaba un chorro a presión de agua tibia dentro de la oreja. Pero todo ello multiplicado por mil. Nunca había sentido algo tan rematadamente raro, te lo garantizo.
A duras penas logramos emerger del mar y tumbarnos en aquella condenada isla de hielo. Pressburger llamó a la Asimov por radio. No dejamos de movernos sobre el suelo ni un solo momento, como dos tortugas vueltas del revés. Nada de convulsiones, no, sólo movimientos naturales, pero desordenados, completamente caóticos y sin voluntad alguna.
Una pesadilla de la que pronto fueron partícipes los demás miembros de la Asimov. Porque, cada vez que venía alguien a rescatarnos, buceando por aquel mar intoxicado, acababa junto a nosotros aquejado por aquella rara epilepsia. Y si hablábamos, aún se sumaban nuevos movimientos involuntarios: parpadeos, desplazamientos bruscos de los ojos, lametones de las comisuras de la boca con la lengua… incluso pequeñas agresiones entre nosotros.
Para rizar el rizo, la Asimov y toda la isla se vio atrapada en una perturbación meteorológica que en nada ayudaba a nuestro rescate. Por fin, gracias a nuestras advertencias por radio (las cacofonías en las que se habían convertido nuestra habla), vinieron a buscarnos con una zodiac y regresamos a la Asimov.
Ocho de nosotros estábamos contaminados.
No te imaginas cuánto tardamos en salir de allí. El B.I.O. no disponía de suficiente equipo médico para diagnosticar qué coño nos pasaba. Navegamos muy lentamente durante cinco días, a dos o tres nudos, zigzagueando sin descanso para no vernos demasiado afectados por el oleaje. Parecía que allí se hubiera desencadenado el fin del mundo. Olas de cinco metros y viento racheado que provocaba la ruptura de la ola en la cresta. Había momentos en los que el agua llegaba a la cubierta de la toldilla, y si no hubiese sido por la protección habría entrado agua incluso en los camarotes. Las escoras del barco llegaban a ser de treinta o cuarenta grados. Todo rodaba por los suelos, las sillas, los videos, los ordenadores, las mesas. Todo corría y emitía ruidos ensordecedores. Crujían las mamparas, se abrían los armarios, el motor mugía. Y cuanto mayor era la turbamulta, más cosas hacía mi cuerpo sobre la camilla, como si interpretase con mis músculos hasta la última nota de aquella sinfonía de ruidos.
La actividad fonética del exterior parecía haber poseído mi interior, obligando hasta la última de mis vísceras a que bailaran en sincronía con todo lo demás. Sería, guardando las distancias, y con los efectos sobredimensionados, como una especie de sinergia… de sincretismo… de sinestesia… en, fin, no importa, ya me entiendes.
Ni siquiera sedados nos quedábamos quietos. El médico de la Asimov no daba crédito y, cuando por fin llegamos a tierra firme, también los médicos que nos trataron acabaron certificando que nunca habían visto nada parecido. Un baile eterno, chaval, un insoportable baile eterno que no te deja en paz ni siquiera cuando duermes.
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