Nuestro sistema sensorial dista de ser perfecto, de hecho resulta bastante imperfecto, por emplear un eufemismo. Si nos centramos en nuestra visión descubrimos que vemos una porciúncula del espectro electromagnético. Nuestros ojos son un prodigio, pero ven poco, muy poco, sobre todo si nos comparamos con la supervisión de algunos superhéroes.
Hay un fragmento de una de mis novelas de ciencia ficción favoritas en el que podemos, por un momento, ponernos en la piel de alguien que es capaz de ver más de lo que vemos nosotros. La novela es Las estrellas de mi destino, de Alfred Bester:
Veía la habitación como un flujo constante de emanaciones térmicas que iban desde brillos calientes a sombras frías. Veía las cegadoras tramas magnéticas de los relojes, teléfonos, luces y cerraduras. Veía y reconocía a la gente por las configuraciones características del calor que irradiaban sus rostros y cuerpos. Veía, alrededor de cada cabeza, un aura de la débil emanación electromagnética del cerebro y, chisporroteando a través de la radiación térmica de cada cuerpo, la siempre cambiante tonalidad de los músculos y nervios.
Contemplar el mundo así debe de ser alucinante. Lástima que no podamos preguntarle a los animales, porque muchos de ellos también tienen “superpoderes” similares. Muchos de ellos puede ver mejor en los dos extremos del espectro luminoso, el ultravioleta y el infrarrojo.
Tal y como explica Antonhy Smith en su libro La mente:
Algunos invertebrados parecen capaces de detectar radiaciones nucleares. La vista de los halcones y águilas nos hacen avergonzar de la nuestra y la de las lechuzas es todavía mejor. Las gambas reconocen la la profundidad con una precisión de un centímetro. Los murciélagos y los delfines, entre otros, utilizan el eco con extraordinaria habilidad. Las lombrices resultan muy sensibles a los terremotos.
La supervisión al alcance de la mano
Gracias a la tecnología, es probable que en un futuro próximo seamos capaces de introducir en nuestro cerebro datos nuevos como visión por infrarrojos o ultravioleta, o incluso datos climatológicos o de la bolsa. Este nuevo cerebro 2.0, al principio, no sabrá administrar los nuevos flujos de información, pero a medida que practique los gestionará cada vez mejor. Como quien aprende una lengua extranjera.
Muchos son los pasos que se están dando en esta dirección, como el trabajo de los investigadores Gerald Jacobs y Jeremy Nathans, que tomaron un gen del fotopigmento humano (una proteína de la retina que absorbe la luz de una longitud de onda concreta) y lo injertaron en ratones ciegos al color. El resultado fue que estos ratones empezaron a ver el color.
Para demostrarlo, los ratones debían pulsar un botón para recibir una recompensa. El botón es de color azul. A su lado hay un botón rojo que no ofrece recompensas. En cada prueba se cambia la posición de los botones. El ratón modificado aprende a seleccionar el botón azul, mientras que el ratón normal no puede distinguir los botones, escogiendo siempre el botón al azar. Los cerebros de los nuevos ratones, pues, han aprendido el nuevo dialecto que hablan sus ojos.
O tal y como resume el neurólogo David Eagleman en su libro Incógnito:
Así pues, el poder introducir otro tipo de datos en el cerebro no es una idea teórica; ya existen varias formas. Podría parecer sorprendente lo fácil que resulta operar con nuevos tipos de datos, aunque, tal y como lo resumió Paul Bach-y-Rita ras décadas de investigación: “No hay más que darle la información al cerebro y él acaba descifrándola.
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