En uno de mis viajes a Suiza, decidí visitar la capital que no parece una capital: Berna. Un lugar donde no me importaría vivir.
Una vez cruzado el umbral que separa la parte de la ciudad más nueva con la parte antigua, el tráfico de coches desciende hasta casi desaparecer, el silencio se adueña de las calles, y uno se ve invitado a explorar la ciudad a lomos de una bicicleta: no en vano, aquí es posible alquilar bicicletas por un día al increíble precio de 0 euros. Habéis leído bien: completamente gratis. Solo es necesario tu DNI y ya tienes bicicleta en Berna. La lluvia, sin embargo, invitaba a hacer el recorrido a pie, para así disfrutar del mejor paraguas de la ciudad: las llamadas Lauben.
Las Lauben son un circuito de 11 kilómetros de arcadas, uno de los paseos de compras más largos y protegidos contra la intemperie de Europa.
La cuestión es que podías pasarte el día yendo de tiendas sin mojarte ni una gota, lo cual era de agradecer en una región donde los días de sol son el equivalente a un milagro. La oferta hostelera también era muy variopinta: desde el omnipresente McDonalds hasta restaurantes históricos, todo en madera, pasando por los locales más modernos. Y, por supuesto, un inmenso hipermercado de la cadena Coop de varias plantas de altura. Hipermercado en el que aproveché para comprar provisiones (¿os he dicho que viajando así te das cuenta de que el abrefácil y el blister plastificado de muchos productos requieren de los dientes para ser abiertos?) y, por extensión, estudiar antropológicamente a los suizos a través de la oferta de productos consumibles cotidianos. Algo así como si un entomólogo repasara la fauna local, y toda ella tuviera un código de barras impreso.
De repente, mientras avanzaba por aquel paseo medieval que era el epítome del consumismo, devorando un insecto suizo con código de barras… eh, quiero decir un sándwich de Coop, me topé con la efigie de Einstein. Levanté la vista y, ahí estaba: el apartamento en el que Albert Einstein vivió desde 1902 hasta 1909. Por aquél entonces trabajaba en la Oficina federal de patentes, y en su tiempo libre, encerrado en aquel piso, se dedicó a escribir la fórmula que revolucionaría la física para siempre.
La casa de Einstein está abierta para el público de martes a viernes de 10:00 a 17:00, y los sábados de 10:00 a 16:00. Una oportunidad para ver fotografías, documentos y otros objetos personales de un hombre que por los pelos le suspenden en el bachillerato y que le gustaba sacar la lengua cuando le hacían una foto.
Probablemente el símbolo más característico del casco antiguo de Berna sea la torre del Reloj (Zytglogge, en dialecto bernés, campana del tiempo), que se encuentra en un punto medio entre las Lauben. Es el monumento más viejo de la ciudad (año 1220) y, a lo largo de la historia, ha servido como torre de vigía, prisión de mujeres que habían mantenido relaciones sexuales con clérigos, centro cívico y finalmente torre del reloj. También ha sido remodelado en varias ocasiones y ha pasado por periodos románticos, barrocos y demás, hasta que finalmente ha quedado con el aspecto actual, una suma de todos.
Aquel reloj era tan estrambótico, recargado y precioso que, yo que me jacto de ser un hombre pragmático, no me importaría dejarme en casa mi reloj de pulsera mientras viviera en Berna: siempre que quisiera saber la hora, echaría vistazo al reloj de la torre o me guiaría por la fanfarria de sus autómatas bailarines. Aquel reloj-símbolo, que sin duda atisbaría cada día Einstein mientras elucubraba sobre el hecho físico de que el tiempo es relativo, me invadió de romanticismo. Esa clase de romanticismo que no es muy práctico y que convierte en difícil y meándrico lo que en realidad podría ser fácil y directo: un sencillo reloj de pulsera.
O no tan sencillo. El cualquier caso, los relojes de pulsera también constituyen un icono helvético. Si bien es cierto que el reloj de cuco no es de origen suizo, sino alemán, ni tampoco que aquí fue el primer lugar donde se fabricaron relojes en general, la cultura popular ha establecido un vínculo indisociable entre precisión horaria y cultura suiza. La mayoría de las industrias relojeras del país se concentran en La Chaux-de-Fonds y en Le Locle, ambos sitios muy cerca del Jura.
Si los relojes tardaron más en llegar a Suiza fue porque Suiza no tenía flota marina ni tampoco una nobleza poderosa, y los relojes, por aquella época, eran un elemento de lujo o un instrumento de navegación marina más que un objeto para saber la hora. Pero los suizos cogieron delantera enseguida gracias al reformador religioso Calvino y su prohibición de que sus fieles usaran joyas. Los orfebres suizos, viéndose sin trabajo, se centraron entonces en la fabricación de relojes, pues no eran estrictamente una joya pero, si estaban diseñado con gusto, podían funcionar como tal. Además, el reloj era un símbolo que estaba en consonancia con el pensamiento de Calvino, que defendía que el tiempo debía aprovecharse al máximo, carpe diem.
Habiendo partido con cierta desventaja, entonces los suizos se consagraron en la fabricación y el alarde del reloj, estableciéndose desde 1601 que cada reloj fabricado en Ginebra debía llebar el sello del fabricante. La relojería suiza también determinó cómo serían los relojes del futuro, es decir, los que todos llevamos ahora, pues aparte de convertir en universales marcas como la popular Swatch o las exclusivas Piguet o Audemars, el primer reloj de pulsera del mundo fue de origen suizo: el Omega.
Aunque para ser justos, hay que matizar que no hay unanimidad en este dato histórico. Algunos señalan que el primer reloj de pulsera fue de origen francés: el brasileño inventor Alberto Santos Dumont, el inventor del primer avión autoimpulsado (hay quien dice que se adelantó incluso a los hermanos Wright), fue a cenar al exclusivo restaurante Maxim´s después de haber participado en la carrera alrededor de la Torre Eiffel con su avión Número 6, y se encontró con el famoso joyero Louis Cartier. Santos le comentó casualmente a Cartier que, mientras pilotaba, no podía consultar su tiempo de vuelo porque no podía quitar las manos de los controles ni un solo instante.
A Cartier se le iluminó la bombilla, y al poco tiempo se presentó ante Dumont para obsequiarle con un pequeño reloj cuadrado y plano, de oro, que se sujetaba a la muñeca mediante una elegante correa de cuero y una hebilla. Hoy en día, el reloj Cartier Santos continúa fabricándose con la misma tecnología y la misma calidad que Cartier empleó para obsequiar al primera aviador de la historia (presuntamente) el primer reloj de pulsera de la historia (presuntamente).
Por cierto, ni se os ocurra comprar relojes falsificados en Suiza, pues en las aduanas os los confiscarán, aunque sean para uso personal.
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