Si tenéis la oportunidad de visitar tierras escocesas, os recomiendo visitar un lugar que no suele figurar en las guías turísticas al uso. Para ello deberíais ir hasta una aldea pequeña llamada Gallanach, cerca de Oban, uno de mis pueblos favoritos de Escocia (allí se comen unos sándwich de gambas que me hacen salivar, sólo de recordarlo).
Si llegáis hasta la pedregosa playa de Gallanach, allí contemplaréis cómo se alza una singular construcción: la estación del cable transatlántico que conecta las telecomunicaciones de Gran Bretaña con el Nuevo Mundo.
Los cables se cuelan en el interior del piso de hormigón de la estación de salida y, a partir de ahí, comienzan un viaje submarino que atraviesa simas y montañas submarinas hasta el otro lado del Atlántico.
Si salís fuera de la estación, entonces veréis como los cables se cuelan por debajo de la arena antes de sumergirse hacia las profundidades del océano, como extrañas serpientes.
Uno de los cables más famosos era el que se conocía con el nombre de TAT-1. Durante la guerra fría, por este cable circulaba la “línea roja” que conectaba los teléfonos rojos de Washington y Moscú.
En más de una ocasión, durante aquella época, el futuro de la humanidad dependió de que dicha conexión funcionara. El cable comenzó a transmitir en 1956, pero el acuerdo de la “línea roja” no se firmó hasta 1963, después de la crisis de los misiles de Cuba, que llevó al mundo al borde de la guerra nuclear.
En realidad, bajo muchos mares y océanos hay tendidos tal cantidad de cables que, si tenéis la oportunidad de contemplar un mapa por colores de esta infraestructura, os dará la sensación de estar frente a un mapa de las líneas de metro a escala mundial.
Y es que el 80 % de las comunicaciones mundiales de teléfono, fax y datos tienen lugar a través de esta inmensa red de cables submarinos. Además, también se tienden cables submarinos destinados al transporte de energía eléctrica; por ejemplo, la interconexión eléctrica que existe entre España y Marruecos a través del Estrecho de Gibraltar, entre las islas de Mallorca y Menorca, y entre Lanzarote y Fuerteventura.
El primer cable entre dos tierras separadas por agua fue tendido por el hombre de negocios Jacob Brett, en 1852. Estaba bajo el Canal de la Mancha y unía Reino Unido y Francia. Hacía sólo 10 años que Samuel Morse había demostrado exitosamente que se podían transmitir telegramas a través de hilos conductores; su primer mensaje telegrafiado fue: What hath God wrought.
La idea de interconectar el mundo, entonces, no tardó en llegar, materializándose en este primer cable subacuático de Brett, destinado al servido telegráfico. Estaba formado por hilos de cobre recubiertos de un material aislante denominado gutapercha. Este precedente de las telecomunicaciones fue finalmente cortado por unos marineros que lo confundieron con una criatura llena de oro.
El primer enlace transoceánico con fibras ópticas se llamó TAT-8. Comenzó a operar en 1988 con una capacidad de 40.000 circuitos telefónicos entre Estados Unidos, Inglaterra y Francia, y costó 335 millones de dólares. Se instaló sobre el lecho marino.
Si cortáramos transversalmente el cable, encontraríamos diversas capas: una de polietileno, otra de cinta mylar, otra de alambre de acero trenzado, otra que es una barrera de aluminio resistente al agua, otra de policarbonato, un tubo de cobre o aluminio, vaselina y, por fin, las fibras ópticas por las que corren las telecomunicaciones.
Una gruesa criatura artificial que espero que ningún submarinista la crea llena de oro, o Internet puede dejar de funcionaros en cualquier momento: ya algunas de las interferencias que se producen en las llamadas transatlánticas y del Pacífico se deben a los mordiscos que los tiburones propinan a los cables, según expertos de ITT.
Vía | Cómo los números pueden cambiar tu vida de Graham Tattersall
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