Uno de los grandes logros del progreso, sobre todo en el ámbito tecnológico, reside de la idea anti-romántica y anti-artesanal de la distribución de trabajo en una cadena de montaje o de la fabricación en serie.
A todos nos gusta un objeto que se ha fabricado exclusivamente para nosotros, desde principio a fin, por unas manos expertas y abaciales. Sin embargo, ese capricho debe pagarse en forma de: más dinero, más problemas ecológicos (porcentualmente hablando) y más obstáculos para la mayoría. Es decir, justo lo que sucede con los que abogan por vivir en el campo en vez de ciudades, cada uno con su huerto orgánico.
La mejor forma de representar los problemas de la producción artesanal frente a la fabricación en serie es contando la historia de un simple tornillo. La historia se remonta a la década de 1860, cuando un tal William Sellers, que era el ingeniero mecánico más prestigioso de la época, se embarcó en una campaña para lograr que Estados Unidos adoptara un sistema normalizado de roscas (concretamente el sistema que él mismo había inventado, vaya).
Su campaña no era ningún capricho: en aquella época, cada tornillo de Estados Unidos se había fabricado a mano por un mecánico. Esta escasez de tornillos (como se fabricaban uno a uno, no había demasiados) originaba una situación de la que se aprovechaban económicamente los mecánicos.
A juicio de los mecánicos, la fabricación en masa de tornillos era una aberración, deshumanizaba los tornillos, y encima mandaría a mucha gente al paro (¿Os suenan estos argumentos? Exacto, son los que se aducen frente a cualquier innovación tecnológica que mecaniza la fabricación de un objeto, ya esté compuesto por átomos o por bits).
Es decir, que los mecánicos de la época querían mantener una escasez artificial de tornillos para tener un sustento de vida. Preferían eso a cambiar de modelo de negocio, o incluso de forma de ganarse la vida. No importaba, según ellos, el engorro de acudir a un mecánico cada vez que se quisiera arreglar o sustituir un tornillo. Tampoco importaba que eso te condenara a acudir al mismo mecánico, porque otro quizá te entregaba un tornillo con otras características.
Los mecánicos, muy románticos ellos, no deseaban que los tornillos se hicieran intercambiables, porque entonces los mecánicos también lo serían, y los consumidores empezarían a fijarse más en los precios. Pero Sellers no se sentía conmovido por esas zozobras, así que se puso a diseñar un tornillo que fuera más fácil, rápido y barato de fabricar que cualquier otro, tal y como explica James Surowiecki en Cien mejor que uno:
Sus tornillos encajaban en la nueva economía que primaba la rapidez, el volumen de producción y la reducción de costes. En vista de lo que estaba en juego, sin embargo, y teniendo en cuenta la fuerte cohesión el gremio de los mecánicos, Selles comprendió que necesitaría relaciones e influencias para afectar a las decisiones del público. Durante los cinco años siguientes se dirigió a los usuarios más influyentes, como los ferrocarriles de Pensilvania y la Armada estadounidense, dando así un primer impulso a sus tornillos. Cada cliente nuevo mejoraba la probabilidad del triunfo definitivo de Sellers. Transcurrida apenas una década, el tornillo de Sellers estaba a punto de convertirse en un estándar nacional, sin lo cual habría sido difícil o imposible inventar la cadena de montaje. En cierta medida, la de Sellers fue una de las contribuciones más importantes al nacimiento de la moderna producción en masa.
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