Cualquier avance científico siempre infunde toda clase de temores, lo que se ha venido a llamar síndrome de Frankenstein. Porque la electricidad, en su día, causó no menos reticencias: de ahí que Mary Shelley fundara su obra maestra en aquello que más miedo, por desconocido, generaba en el pueblo.
Sucedió más tarde con los movimientos mecanoclastas de los Ludditas, cuando iban por la Inglaterra del siglo diecinueve destruyendo los telares mecánicos por miedo a quedarse sin trabajo.
Bajo la misma lógica de que el temor surge de la ignorancia, la física suele asociarse con las bombas atómicas; la química, con los pesticidas; y la biología, con los ensayos clínicos con animales y con aberrantes mutaciones genéticas.
Y por supuesto, este miedo también se produjo no hace mucho con la popularización de Internet, cuando se creyó que la conexión al mundo desde nuestro propio domicilio nos convertiría en seres alienados sin interés en las relaciones interpersonales cara a cara.
Hoy en día, la evidencia deja en ridículo a todos aquellos analistas agoreros que predecían que Internet era el coco. Sin embargo, bastaba con leer un poco de historia para descubrir que no era la primera vez que la humanidad se enfrentaba a Internet. Al menos no del todo.
Antes de que se inventaran los ordenadores, ya existieron idénticos agoreros que se opusieron al “Internet victoriano”.
En su libro The Victorian Internet, el periodista Tom Standage documenta el efecto de la invención y difusión del telégrafo en la vida social del siglo XIX. Este dispositivo fue inventado por Samuel Finley Breese Morse, estadounidense, en 1832. El 24 de mayo de 1844, Morse transmitió el mensaje que se haría tan famoso: "Qué nos ha forjado Dios" (traducción literal) o también: "Lo que Dios ha creado" ("What hath God wrought", una cita bíblica, Números 23:23) desde la Corte Suprema de los Estados Unidos en Washington, D.C. a su asistente, Alfred Vail, en Baltimore, Maryland.
Pensadlo por un momento. Imaginad cómo se propagaban las noticias antes de la invención del telégrafo. La rapidez de esas noticias estaba limitada por la velocidad que el ser humano podía desarrollar, ya fuera a pie, a caballo o en barco. Pero el telégrafo consiguió una forma de comunicación que eliminaba el espacio y el tiempo.
Esta tecnología muy pronto empezó a emplearse entonces para los negocios e incluso las relaciones sentimentales, y dio lugar a nuevos tipos de interacción en todos los ámbitos, desde el periodismo a la guerra, favoreciendo la aparición de nuevas costumbres y vocablos. ¿Os suena?
Pero podemos ir incluso más allá. Las mismas tipos de mentes que se ciscaron en el telégrafo también lo hicieron en lo que llegó después: el teléfono.
En la próxima entrega de este artículo os hablaré de las consecuencias sociológicas de este invento.
Vía | The Victorian Internet de Tom Standage / Conectados de Nicholas A. Christakis y James H. Fowler
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