Internet está plagado de chicas que se hacen fotos en el baño, o más bien toman una foto del reflejo especular que les lanza el espejo del baño (y aparte suelen poner cara de pato, morritos amusgados, un dedo apuntando a la mejilla, el símbolo de la victoria ladeado... el contrapicado para disimular la papada, y mil y otros códigos subyacentes y cambiantes con el discurrir de las modas).
Pero no seamos crueles con esas pobres chicas. También hay chicos que se despojan la camiseta con la velocidad del hombre lobo de Crepúsculo para enseñar su tabla de chocolate. Y en general, todos, seguramente, hemos posado alguna vez frente al espejo, imitando alguno de los gestos de nuestros actores favoritos o haciendo cosas que nuca, jamás confesaremos a nadie.
Porque qué duda cabe de que nuestra imagen, la forma de nuestro cuerpo, el grado de belleza de nuestro rostro, influye mucho más en lo que somos y en cómo pensamos de lo que generalmente podemos alcanzar a comprender. Podéis leer más sobre ello en El efecto Proteo: la belleza determina la seguridad en uno mismo… incluso en un mundo virtual (I), ( y II).
Pero sigamos con los espejos. Los mayores consignadores de nuestra autoimagen. Eugene Weber, en Francia, fin de siglo, ya escribía que a mediados del siglo XIX, no habiendo espejos en la mayoría de las casas, probablemente la gente tenía una autoimagen más laxa que la nuestra. Y ello, a su vez, conducía a una gestualidad menos ensayada, menos teatral… menos gestual, en definitiva. Félix Pérez-Hita, en su artículo ¿Se aburren las otras?, señala:“¿Significa eso que eran menos coquetas las adolescentes, menos intimidatorios los policías o menos bravucones los malhechores?)”
Es una hipótesis plausible, no sólo por la carencia de espejos, sino también por la falta de tiempo libre. Sólo el ocio nos permite hacer el tonto frente al espejo. Cuando estás condenado a trabajar durante jornadas laborales extenuantes para poder llevarte un mendrugo de pan a la boca, generalmente lo que menos te importa es qué cara pones en tu vida. El ocio, algo tan novedoso como los espejos, es el responsable de nuestros melindres, o incluso que nos aburramos en nuestras vacaciones, como podéis leer en Gente que se aburre viajando… esa clase de gente.
Los gestos perfectamente codificados, aprendidos y ensayados no llegaron a nosotros hasta la democratización de los espejos y el tiempo libre.
Plata para reflejar
Aunque los romanos ya descubrieron cómo depositar plata sobre un vidrio de forma que se produjera una superficie reflectante, y el secreto se redescubrió en la Edad Media, producir una superficie lo suficientemente grande para comprobar el propio aspecto era un trabajo complejo, y los espejos siguieron siendo lujos inalcanzables para la mayoría hasta bien entrado el siglo XVIII, tal y como explica Hugh Aldersey-Williams en La tabla periódica:
Estas dos cualidades antiguas de la plata (su propensión a deslucirse del blanco al negro, y la capacidad de su superficie pulida de reflejar tan perfectamente la luz que uno puede ver en ella su propia cara) llegaron a una convergencia sorprendente en el mundo moderno. Porque, al igual que en la imagen especular, la fotografía es un registro óptico captado en plata.
Así de influyente pudo llegar a ser el espejo y la fotografía democráticas, ambas dependientes de la plata, el Youtube o la cam del smartphone de la época.
Los espejos modernos consisten de una delgada capa de plata o aluminio depositado sobre una plancha de vidrio, la cual protege el metal y hace al espejo más duradero. Permitiéndonos ser todavía más teatrales en nuestros gestos; todo ello sumado a las cámaras, y al cine. Y así, quizá sin apenas darnos cuenta, vamos asimilando los gestos de, por ejemplo, las estrellas de acción del celuloide: sus modos de andar, de subirse las solapas, de mirar, de hablar, de lanzar ocurrencias socarronas, de soportar el dolor con estoicismo. De Jean Claude Van Damme adquirimos su particular manera de luchar, más próxima a la danza que a las artes marciales; de Bruce Willis, su cautivador fruncimiento de labios; de James Bond (normalmente el interpretado por Sean Connery), su dandism; de Dolph Lundgren, su escorzo hierático; de Robocop, su fría determinación e imperturbabilidad; de Harrison Ford (sobre todo en la trilogía de Indiana Jones), su manera de reírse o mostrar sorpresa, arqueando las cejas y dibujando una V invertida con los labios... y así.
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