Como señalábamos en la anterior entrega de este artículo, despilfarrar puede incentivar el abaratamiento de los productos, pero tiene otras consecuencias que no debemos obviar: el coste medioambiental.
Si el plástico es muy barato es porque se consume mucho, pero a su vez el plástico crea serios problemas ecológicos en el mar: tal vez es que no hemos puesto el precio adecuado al producto, es decir, uno que tenga en cuenta tanto la demanda como también el coste medioambiental (o efectos externos negativos).
Como señala Anderson: “una generación comenzó a reciclar. Nuestra actitud ante la abundancia de recursos pasó de la psicología personal (“para mí es gratis”) a una psicología colectiva (“para nosotros no es gratis”).
Finalmente, la ecuación resulta mucho más difícil de lo que parece. En pocas palabras: si confiamos en la bondad colectiva de la gente para que se recicle, pecaremos de exceso de confianza: la gente necesita incentivos. Un incentivo sería, por ejemplo, incrementar el coste de determinados productos. Pero ese incremento también puede influir en la demanda, y una demanda menor también puede provocar un incremento del precio, que a su vez influye negativamente en la demanda y, finalmente, la sal vuelve a usarse como moneda.
Es decir: los cerebros creativos no buscan soluciones para producir más porque hay menos consumo. Por otro lado, un precio demasiado bajo puede tener costes medioambientales irreversibles. Así que poner un precio se convierte en algo tan delicado como una operación de neurocirujía.
Según esta visión optimista, el límite de la producción agrícola parece lejano. Sin embargo, hay otros analistas que son más pesimistas, como por ejemplo Edward O. Wilson, que en su libro Consilience apunta que, si bien sólo se está cultivando una pequeña parte de la superficie de la Tierra, por ejemplo, ello ya incluye la parte más cultivable: la mayor parte restante tiene un uso limitado, o ninguno en absoluto. Y los cultivos actuales ya están empezando a degradarse, como han concluido edafólogos expertos.
Así pues, en el tema de la ecología, el optimismo que plantea Ridley o Anderson quizá no sería una buena estrategia a seguir. Y, en todo caso, en ecología, como en medicina, es un error rechazar por alarmista una preocupación: un diagnóstico positivo falso es una inconveniencia, pero un diagnóstico negativo falso puede ser catastrófico. Si hay que apostar, quizá es más apropiado apostar por la cautela.
Si por el contrario confiamos en nuevas prótesis técnicas para paliar la escasez de recursos, entonces el problema se irá agravando, requiriendo nuevas prótesis más tecnológicamente avanzadas. ¿Hasta dónde podremos llegar? ¿La espiral es infinita?
Aunque probablemente no tenemos elección. Vivir de otro modo es difícil porque estamos diseñados para consumir, tal y como desarrollé ampliamente en ¿Somos ahora más materialistas y despilfarradores que antes? El consumo, después de todo, es una de las grandes fuerzas que podría, por ejemplo, alentar a la especie humana a buscar otros mundos. Frenarlo podría condenarnos a perecer en los confines reducido de la Tierra.
La respuesta a todas estas cuestiones, pues, no parece fácil. Pero quizá tener en cuenta algunos de estos datos nos provenga de mejores herramientas intelectuales para ofrecer soluciones maduras y realistas al problema de la escasez, la abundancia, el consumo conspicuo y el futuro medioambiental del planeta. Huyendo, en la medida de lo posible, de la posiciones extremas y ridículas, como la del hippie guay o la del economista liberal que sostiene que todo se arreglará espontáneamente gracias a la ley de la oferta y la demanda.
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