Como adelantábamos en la primera entrega de esta serie de artículos sobre la propiedad intelectual, imaginemos que el paradigma cultural vigente está en lo cierto. Que tiene razón de ser. Que, sin él, se acabaría la cultura o quedaría muy mermada. Que los autores dejarían de ganar dinero. En ese supuesto, entonces, evitar que la gente intercambie información requeriría tal inversión de recursos, tal recorte de derechos fundamentales (los derechos de autor son derechos ordinarios, no fundamentales), tal criminalización de millones de usuarios, tal boicot al desarrollo de las telecomunicaciones… que uno empezaría a pensar que, francamente, sería una victoria pírica.
Internet fue diseñado para el intercambio. Y la gente no intercambia porque sea mala o inconsciente. Intercambia porque está en su naturaleza, porque somos criaturas que se basan en la comunicación y la mimesis (hasta los ensayos sobre memética ya revelan cuán inútil es evitar que la gente deje de intercambiar). La gente intercambia más ahora que antes porque es más fácil y barato que nunca (antes también lo hacía, pero a través de relatos orales, o con musicasetes). La gente, en definitiva, intercambia porque es legal.
Y los “talibanes del no todo gratis” podrán poner todas las puertas al campo que quieran, pero la única manera de detener esto es que quemen el campo entero, con ellos dentro. Basta con tener un poco de imaginación: hace diez años nadie era capaz de imaginar la actual situación en Internet; hace cinco tampoco se imaginaba nadie que la mayoría de nosotros llevaría un dispositivo conectado a Internet en el bolsillo. En 20 años, es probable que toda la cultura de la humanidad esté flotando en el ambiente, como una suerte de infoesfera. O bastará con que yo le dé mi mano a un amigo para intercambiar con él todo lo que a mí me gusta (libros, música, cine, reflexiones, ideas), todo clasificado, ordenado, toma, ahí lo tienes, para que me conozcas mejor, mi sello personal, funde las partes que te gusten con las tuyas. Los mejores amigos serán los que más cosas de su memesfera compartan.
Basta con alejarse un poco del propio ombligo, hacer un zoom out y abrir el campo de la perspectiva para advertir que la industria que ahora patalea, así como los autores que siguen diciendo “qué hay de lo mío” son, a grandes rasgos, muy similares a los luditas que destrozaban telares mecánicos durante la Revolución Industrial porque les quitaban el trabajo; parecidos a los que criticaron ferozmente la imprenta; parecidos también a los que vieron en el gramófono el fin de la música. Parecidos, si los hubiera, a los que se rasgarían las vestiduras si alguien inventara una máquina para copiar jamones:
La mayoría de ellos, aunque cada vez más marginales y pintorescos, acabarán muriendo sin cambiar ni un ápice sus ideas. Sí, las irán atenuando sobre la marcha, las matizarán, se presentarán como adalides de la cultura libre regalando alguna de sus obras por la patilla, en plan enrollados, aunque nunca abogando por la anarquía ni el “todo gratis” (nunca una expresión, por cierto, se ha repetido tanto y ha significado tan poco, como lo de las “antiguas pesetas” o “el fútbol es el fútbol”).
Pero estoy bastante convencido de que, al desaparecer, estos personajes serán recordados como otros tantos que en el pasado se agarraron con uñas y dientes a lo que les convenía a ellos, esclavos del paradigma cultural vigente, temerosos del cambio, ciegos a la perspectiva y al futuro.
Sin embargo, la gran sorpresa, lo más extraño de todo esto, es que el futuro se presenta más halagüeño que nunca no solo para la gente en general sino también para los generadores de ideas (tanto si se quejan o no): tendrán mejores ideas y ganarán más dinero que nunca con ellas (hablo en general, claro: un Bisbal o un Bestseller son figuras en peligro de extinción… afortunadamente). Ignoro si se confeccionará un modelo de negocio parecido al de Megaupload, una especie de Netflix más universal, con una cuota fija que muchos de nosotros pagaremos de buena gana (no la pagaremos para dar dinero al autor, sino porque será más cómodo descargar “gratis”).
O si, por el contrario, todo se ofrecerá gratis y los ingresos de los autores vendrán por otro lado: tal y como sucede ya con la radio, los blogs, el product placement de algunas producciones, la participación de los consumidores en forma de mecenazgo o crowfounding, etc. Tal vez sean las empresas de telecomunicaciones las que finalmente crearán contenidos: sus grandes ingresos se producen porque nos interesa intercambiar contenidos, así que cuantos más contenidos haya, más ingresos recibirán. De lo que sí estoy seguro es que no se optará por pagar para evitar el “todo gratis” o para que un autor gane millones de euros por una simple novela o una canción. Se pagará porque psicológicamente nos parecerá asumible o porque nos compensará para evitarnos el esfuerzo de ir buscando los contenidos entre bosques de enlaces. Se pagará porque hay un incentivo para pagar, no porque nos hayan evangelizado y seamos finalmente más buenas personas. Cualquier opción escogida finalmente (o temporalmente) no podrá ser juzgada por la moral o la ley sino a través de la psicología, la economía o el progreso de la tecnología. Como siempre ha sido, desde los albores de la humanidad.
Pero este es un blog de ciencia, así que dejemos un poco al lado a los creadores de libros o canciones (que seguirán haciéndolo aunque nunca más ganen un céntimo con ello, como ya os expliqué en un artículo titulado ¿Los escritores sólo escriben a cambio de sexo? (I) y (y II), y centrémonos en la tecnología y las patentes como principal incentivo para que ésta se desarrolle.
Retrocedamos al primer siglo d. C., cuando Herón de Alejandría inventó una “eolípila” o máquina de vapor, empleándola para abrir las puertas del tempo. La noticia del invento y sus detalles se propagó tan lentamente y entre tan pocas personas que tal vez nunca llegó a los diseñadores de carrozas. La astronomía ptolemaica jamás fue usada para la navegación porque los astrónomos y los marineros jamás se reunían.
Pero los viajes, primero, y las telecomunicaciones, después, diseminaron la información a una velocidad mucho mayor. En 1895, por ejemplo, de 46 grandes invenciones, el tiempo que se tardó para que surgiera la primera copia en competencia fue de 33 años. En 1975, fue de tres años.
Resulta irónica, pues, la relación amor-odio que mantenemos con las telecomunicaciones. Por un lado es evidente que facilitan la innovación y la mejora de los inventos (el teléfono se apareó con el ordenador para producir Internet; la cápsula endoscópica surgió entre un gastroenterólogo y un diseñador de misiles). Sin embargo, no consentimos que los demás usen nuestras ideas para crear nuevas ideas mejores, porque nos sentimos robados (un sentimiento inculcado artificialmente, como antaño se consideraba un oprobio trabajar a cambio de un salario).
Tal y como lo explica Matt Ridley en su libro El optimista racional:
Las tecnologías surgen de la reunión de tecnologías existentes para formar enteros que son mayores que la suma de sus partes. Henry Ford alguna vez admitió con gran sinceridad que él no había inventado nada nuevo. Él “simplemente había ensamblado en la forma de un automóvil los descubrimientos de otros hombres, detrás de los cuales había siglos de trabajo”. Así que los objetos, en su diseño, delatan su descendencia de otros objetos: ideas que engendran y dan a luz otras ideas. Las primeras hachas de cobre de hace cinco mil años tenían la misma forma que las herramientas de piedra pulida que se utilizaban comúnmente entonces. Sólo después, conforme se fueron entendiendo las propiedades de los metales, se hicieron mucho más delgadas. El primer motor eléctrico de Joseph Henry era sorprendentemente parecido a una máquina de vapor de Watt. Incluso el transistor de los años cuarenta era un descendiente directo de los rectificadores de cristal inventados por Ferdinand Braun en 1870, que eran utilizados para fabricar receptores de radio con “detectores de bigotes de gato” a principios del siglo XX. Esto no siempre es obvio en la historia de la tecnología porque a los inventores les gusta negar a sus ancestros, exagerando la naturaleza revolucionaria y sin precedente de sus hallazgos, si es posible quedándose con la gloria (y en ocasiones con la patente) para ellos solos.
Si queréis más ejemplos de cómo los inventos los desarrollan muchas personas diferentes y no una sola gritando Eureka, os recomiendo la lectura de: Eureka(s) o cómo los libros los escribimos entre todos (I), (II), (III) y (IV).
Por su parte, la industria de software de código abierto, con productos como Linux y Apache, está poniendo de manifiesto el poder del intercambio, floreciendo gracias al altruismo (y a la necesidad humana de crearse una reputación entre sus pares, naturalmente).
Incluso Microsoft se ha visto forzado a adoptar sistemas de código abierto y la “informática en nube” (compartida en la red) está difuminando la línea entre la informática libre y la de propietario. Algo parecido sucede con Wikipedia. Todos ellos productos que evidencian que el más astuto programador de una empresa difícilmente será igual de inteligente que el esfuerzo colectivo de miles de usuarios.
Sigue Matt Ridley:
La industria de juegos de ordenador también está siendo progresivamente tomada por sus jugadores. En producto tras producto de Internet, la innovación es impulsada por lo que Eric von Hippel llama “usuarios líderes de libre revelación”: clientes que felizmente comparten con los fabricantes sus sugerencias para mejorar el producto, así como sus descubrimientos inesperados sobre las posibilidades de los nuevos productos. (…) En otras palabras, pronto podríamos estar viviendo en un mundo poscapitalista y poscorporativo en el que los individuos serán libres de reunirse en pequeños grupos para compartir, colaborar e innovar, en donde los sitios de Internet permitirán que las personas encuentren empleados, empleadores, clientes y compradores en cualquier lugar del mundo.
En definitiva, en su día los derechos de autor y las patentes ejercieron su función, como explican soberbiamente Joost Smiers y Marieke van Schijndel en Imagine… No copyright (un libro de obligada lectura para todo aquél que siga pensando que, sin derechos de autor, los autores lo tendrían negro). Pero el mundo está cambiando a nivel tecnológico de tal forma que la mayoría de nosotros todavía no nos hemos dado cuenta de ello. El mundo está volviendo a funcionar de abajo hacia arriba, y los años en que las cosas operaban de arriba hacia abajo están llegando a su fin.
Ver 36 comentarios