Proteger una investigación bajo llave para permitir su explotación comercial no es la única forma de incentivar a un investigador para invierta tiempo y dinero en un proyecto. Un modo eficaz también consiste en premiar, ya sea económicamente o de otra manera, al investigador.
Estos incentivos en forma de premios, además, corrigen aspectos de la realidad que acaso no propicien por sí mismos suficiente aliciente para el investigador: por ejemplo, puede que exista un problema urgente, pero cuya satisfacción no proporcionará un buen precio en las condiciones de mercado de ese momento.
Por ejemplo, las enfermedades raras son las que menos esfuerzo depositan los investigadores porque posteriormente no se rentabilizará de igual forma la venta de los medicamentos asociados. Hay otros casos en los que el mercado ni siquiera sabe otorgarle el valor que merecen a corto plazo; son puntos ciegos que sólo se descubren a lo largo del tiempo, no de forma predictiva.
Sabedores de ello, en el pasado se crearon unos premios económicos a la investigación financiados por la inglesa Royal Society of Arts (RSA) de Londres, en el siglo XVIII.
Odio a las patentes
La RSA también mostraba un enconada animadversión hacia las patentes y el copyright, porque entendían que dichos mecanismos de escasez artificial con objeto de promover la explotación económica impedían que las soluciones y las ideas circularan de forma rápida por toda la sociedad, y de que éstas se mejoraran fácilmente por cualquier inventor o científico posterior.
La RSA sostenía que las ideas no podían tener dueño porque ello iba en contra del bien común, y porque dicha idea no se había creado aisladamente en la cabeza de nadie, sino en ecosistemas en los que circulaban ideas libremente. Por ello, la RSA escribió lo siguiente en las normas de funcionamiento de sus premios en 1765: “no se admitirán como candidato para ningún premio de la sociedad a quien haya obtenido la patente para la fabricación o realización en exclusiva de algún producto o servicio para el que se haya ofrecido algún premio.”
Los valores de la Ilustración se resistían a la propiedad intelectual porque ésta era negativa para el propio progreso de las ideas, pero paralelamente nacía el capitalismo industrial, que perseguía, ante todo, el redimiendo económico. Hasta el punto de que se produjo una escisión, tal y como explica Steven Johnson en su libro Futuro perfecto:
Con el tiempo, el ámbito de la innovación comercial llegó a verse dominado por la ley de patentes y por la adopción de la idea de propiedad exclusiva, mientras que la innovación científica siguió considerándose información comunitaria. Para mediados del siglo XIX, el sistema de patentes se había imbricado tan profundamente en las prácticas de la innovación comercial que la RSA revocó su restricción a las patentes.
El planteamiento de que las ideas deben pertenecer a una persona o una empresa para que rentabilice económicamente la inversión que ha realizado para obtenerlas es tan poderosa que incluso cortocircuita la solidez de algunas ideologías. Por ejemplo, la derecha ultraliberal sostiene que las relaciones comerciales deben ser voluntarias, no coaccionadas, entre empleador y empleado, entre comprador y vendedor, y las propias leyes del mercado harán el resto. No obstante, si en el tema de la propiedad intelectual todo cambia: entonces se exige que el estado imponga restricciones, y que retire de la circulación ideas de manera antinatural a fin de crear una escasez artificial.
Una iniciativa tan interesante como la de los premios de la RSA, más de doscientos años después, y gracias también a la capacidad de interconexión de las redes, está resurgiendo con más fuerza que nunca. Pero eso os lo explicaré en la siguiente entrega de este artículo.