Ha llegado ese día en el que sientes que la edad está ganando la batalla. En medio de la vorágine de las fiestas, el alcohol ha conseguido hacer mella de una manera que hace apenas unos años jamás te habrías permitido admitir.
Pero ya no tienes 20 años, y la bebida, la comida y la fiesta no te sienta igual, por mucho que te gustaría. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le ha pasado a tu cuerpo para que no aguante ni la mitad de la mitad de lo que lo hacía antes?
Aquellos maravillosos 20 años
Todavía recuerdo un amanecer mecido por la brisa fresca del monte, a las 7 a.m. Había dormido apenas dos hora y media, tras una noche de jarana. Esa misma mañana, yo y los mismos amigos con los que hacía unas horas compartía unas copas, nos despejábamos al frío mientras veíamos salir al sol. Era revitalizante porque teníamos 21 años.
A día de hoy, pensar en hacer algo así me pone los pelos de punta, y apenas han pasado 10 años desde entonces. Con un cuerpo de treinta y pocos, pensar en dormir menos de siete horas para andar unos cuantos kilómetros por la montaña puede suponer un reto poco llevadero. Al menos para la mayoría de las personas.
Cuando alcanzas cierta edad, dormir poco, y más si vas a hacer cierto esfuerzo, tiene un precio considerable, que no siempre estamos dispuestos a pagar. Normalmente, los picos metabólicos y fisiológicos los alcanzamos entre los 14 y los 30 años.
A partir de aquí, como normal general, nuestro cuerpo se "asienta" y ya solo queda el lento y placentero descenso "a los abismos" de la vejez (exagerando mucho la situación). En cualquier caso, a los 20 vivimos un apogeo hormonal, metabólico y muscular que nos permite resistir mejor muchos tipos de situaciones adversas. Esto es lo que le pasa al cuerpo.
Las resacas son peores
A medida que pasan los años, nuestro cuerpo tiene menos capacidad de gestionar eficientemente las intoxicaciones. Recordemos que consumir alcohol no es otra cosa que envenenarnos un poco con intención lúdica. El cuerpo de los mamíferos está preparado para procesar el alcohol procedente de la fermentación de los alimentos. Pero este proceso es un medio de defensa, ya que el alcohol es tóxico (en cualquier sentido).
A medida que pasan los años, nuestra capacidad de producir alcohol deshidrogenasa (ADH), la enzima (un conjunto de siete enzimas en realidad) que se encarga de procesar el alcohol, se reduce. Esto supone una mayor intoxicación etílica y peores efectos procedentes del metabolismo que debe protegernos.
Además del la ADH, nuestro hígado también produce menos enzimas, como la acetaldehído deshidrogenasa, encargada del metabolismo del acetaldehído, que es una sustancia muy agresiva y peligrosa en nuestro cuerpo. A todo esto se le añade un control menos eficiente de la hidratación, algo fundamental en el metabolismo de cualquier sustancia tóxica.
Fisiología, esa maldita traidora
A medida que pasan los años, nuestro cuerpo varía enormemente. Mientras que con la adolescencia llegan los primeros cambios fisiológicos importantes (la madurez reproductiva), con el paso de las tres primeras décadas la composición corporal continúa variando.
A partir de los veintitantos, como normal general, el cuerpo tiende a acumular más grasa. A los treinta, un adulto humano suele tener su pico muscular. A partir de aquí el cuerpo suele variar para adquirir más grasa y perder músculo. Esto juega en nuestra contra, ya que a menor musculatura se consume menos energía y el metabolismo se ralentiza en muchos sentidos.
La grasa también dificulta el tratamiento de algunas sustancias tóxicas que son liposolubles. A esto podemos añadir que tu estómago ya no resiste de la misma manera las comidas grasientas. Por otro lado, las células encargadas de protegernos, como las del sistema inmune, también funcionan peor. Todo esto provoca que el cuerpo tarde más tiempo en recuperarse de los efectos adversos de cualquier esfuerzo. Lo que a los 20 años eran unas malas horas de una mañana, a los 30 se convierten en un día, o más, por culpa de nuestra fisiología.
El sistema nervioso ya no es tu amigo
Como no podía ser menos, el sistema nervioso no está por la labor. La neuroplasticidad, la capacidad de las neuronas de desarrollar nuevas conexiones y cambiar las viejas, va desapareciendo. La neuroplasticidad es la base esencial de muchísimos procesos neurológicos. Por eso, con el tiempo, esta reducción nos afecta negativamente a la recuperación.
Por otro lado, el estrés nos afecta más, tal vez por las responsabilidades adquiridas o por un cambio fuerte de prioridades en la vida. La cuestión es que no es solo nuestra mente, sino nuestro cerebro, el que tampoco está para esos trotes. Por si todo esto fuera poco, nuestro ritmo circadiano, el reloj interno que controla a todos los seres vivos, se va modificando.
Con el tiempo, nos volvemos más matutinos y menos vespertinos, hasta que en la vejez el ciclo adquiere patrones extremos (de acostarnos muy temprano y levantarnos aún más temprano, durmiendo poco). A medida que pasan los años es más difícil mantenerse despierto, de fiesta. Y esto tiene consecuencias, porque nos despertaremos temprano, igualmente, sin que hayamos descansado bien.
En definitiva, a los 30 ya no podemos hacer lo que hacíamos a los 20 porque nuestro cuerpo ya se ha vuelto adulto. Desde la adolescencia hasta la madurez, es un saco de hormonas, con una capacidad metabólica increíble. A partir de su momento álgido, irá acomodándose y, con el tiempo, perdiendo capacidad. Una fiesta típica de un veinteañero, por mucho que nos guste, es un esfuerzo que el cuerpo ha de mitigar: el alcohol, la falta de sueño, la comida grasienta, mucho movimiento, el aspecto social... Y con los años, este esfuerzo se hace cada vez más cuesta arriba.
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