Fordlandia ya está abandonada. Ahora esalta como una Disneylandia en mitad del Polo Norte. Y es que Fordlandia es cualquier cosa menos un pueblo normal. Se enclava en mitad del Amazonas y fue levantado por la megalomanía y la falta de previsión de un poderoso hombre de negocios, el equivalente de Preston Tucker pero en la marca Ford: Henry Ford.
Su ciudad, Ford Land, fue construida a principios de los años 1930 a orillas del río Tapajós, afluente del Amazonas, en mitad de la selva. Para satisfacer la demanda de caucho de la marca Ford y con la intención de quebrar el monopolio británico y holandés de caucho en sus plantaciones del sudeste asiático, Henry Ford estableció más de 20.000 hectáreas de cultivos de planta de caucho.
Curiosamente, los inventores de las botas de goma (caucho) fueron los indios amazónicos, que ya las fabricaban de forma instantánea desde hacía mucho tiempo: simplemente se bañaban en látex líquido hasta las rodillas y esperaban que se secara, originando así la bota mejor adaptada al pie del mundo, casi como una segunda piel. El uso en el primer mundo tardó algo más en llegar, sobre todo porque no era muy útil a la hora de emplearlo para las prendas de vestir, por ejemplo, porque si hacía mucho calor se derretía, y entonces parecías el hombre gelatina; y si hacía mucho frío, entonces se endurecía y parecía que llevaras el traje de Batman. Habría que esperar hasta 1839, cuando Charles Goodyear (sí, los neumáticos de esta marca se llaman así por él) calentó caucho mezclado con azufre y derramó un poco por accidente sobre la estufa de su casa.
Había encontrado por casualidad (la serendipia por la cual se alcanzan la mayoría de descubrimientos científicos) una forma de caucho estable que por fin podría sacarle de la pobreza. Pero le robaron la idea dos prósperos comerciantes de caucho, Thomas Hancock y Charles Macintosh, y Goodyear murió arruinado.
Pero volvamos a Ford. Esta pequeña ciudad corporativa made in Ford Motor Company constaba de modernas fábricas tales como las que existían en los suburbios norteamericanos. Imaginaos también flamantes casitas de madera alineadas como en esas urbanizaciones americanas que salen en las películas, todas con su propio jardín privado, sus pinos, sus puertas mosquiteras, sus calles y sus aceras. Un pueblecito americano ideal en mitad de la nada, rodeado por las salvajes fuerzas de la jungla. Con su hospital, su panadería, sus zapaterías, sus sastres, sus piscinas. Incluso tenía su propio campo de golf de nueve hoyos y un club de vals, jazz y foxtrot, el Hase.
En definitiva, el American Way of Life importado a una de las regiones más inhóspitas del planeta. Así de tozudo y ambicioso era Ford, y también socarrón: no hay que olvidar, para hacerse una idea más definida de su personalidad, que en 1930 el magnate recibió una carta del gángster John Dillinger en la que venía a felicitarle por fabricar los mejores coches para huir de la policía tras un atraco. Ford no tardó en hacer llegar este mensaje a la prensa para que lo publicaran. Ford estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, estaba encantado de conocerse y no le daba ningún pudor afirmar que Dillinger le hizo la mejor publicidad del mundo.
A pesar de todo, su gran proyecto amazónico fracasó. Dos fueron los motivos principales que hicieron abandonar Fordlandia en los años 1940. El primero fue que el caucho sintético volvió obsoleto el caucho natural. El segundo y más importante es que no se puede luchar contra los elementos, por mucho empeño que pongas. Ford había pretendido doblegar la selva a sus exigencias. Como si hubiera trasladado un fragmento de Manhattan al corazón del Amazonas o un fragmento del Amazonas al corazón de la Gran Manzana. El calor y la humedad eran insoportables para su población. La malaria se cebaba con ellos. El territorio no se podía domesticar y era tremendamente complicado establecer rutas de transporte o espacios para la construcción. Los trabajadores autóctonos, los seringueiros brasileños, además, no tenían experiencia en cultivar correctamente el caucho, y mucho menos aceptaban de buen grado las innovaciones y el estilo de vida que Ford trataba de imponer en el asentamiento.
No hay que olvidar que Henry Ford impulsó la cadena de montaje deshumanizada y era un antisemita de pro, y que también se caracterizaba por ser todo un hombre de negocios que trataba a los trabajadores nativos como si fueran oficinistas: les asignaba números de identidad y les imponía una jornada laboral de 9:00 a 17:00 bajo un ardiente sol tropical. ¡Les obligaba a usar zapatos y a comer hamburguesas! Incluso impuso la ley seca, el uso de baños públicos (de mal gusto en la región) y las ventanas con cristales, que dejaban pasar el calor al interior de las viviendas pero no lo evacuaban. Y es que Ford era un hombre demasiado apegado a sus costumbres: en sus fábricas de coches sostenía que el cliente podía tener su coche del color que quisiera, siempre que el que quisiera fuera el color negro.
Tanto es así, que los trabajadores nativos acabaron rebelándose frente a las normas espartanas de Ford. Y, como no se andaban por las ramas, acabaron usando sus machetes con los capataces.
La ciudad era demasiado pretenciosa y Ford finalmente acumuló pérdidas por valor de 20 millones de dólares, convirtiendo la típica gráfica que cuelga en el despacho del presidente y que muestra la salud económica de la compañía en el dibujo de una pista de esquí vista de perfil. Coincidió, por si todo esto fuera poco, que al estallar la Segunda Guerra Mundial, Fordlandia se convirtió en una zona estratégica para los intereses nazis y aliados en Sudamérica.
Ahora, en mitad de la jungla, ya sólo quedan sus restos, que siguen en pie para dar servicios a una población ya inexistente.
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