La enseñanza no solo debe limitarse a impartir conocimientos. También es importante cómo se imparten y, también, la clase de profesor que los imparte. En este sentido, un profesor que inspira autoconfianza en el alumno puede cambiar radicalmente su currículo académico.
Es lo que se llama efecto Pigmalión, y fue puesto a prueba en un estudio ya clásico del año 1965 llevado a cabo por Robert Rosenthal y Lenore Jacobson.
Dime que soy inteligente
El refuerzo positivo en un alumno puede llegar a ser tan relevante para un alumno que éste llegue a creerse que es mejor de lo que es, y finalmente actúe en consecuencia.
Eso es lo que hicieron en un estudio con alumnos de centros de primaria a lo que sus docentes les dijeron que eran alumnos más avanzados o intelectualmente superdotados, y que por tanto debía impartirse una enseñanza y un seguimiento a semejante condición.
¿Qué pasó entonces? Que dicho alumnos se tornaron mejores estudiantes, tal y como explica Dean Burnett en su libro El cerebro idiota:
Como era de esperar, esos alumnos comenzaron a obtener unas notas y un rendimiento académico en consonancia con estudiantes de una inteligencia superior. El problema radicaba en que no eran superdotados: eran alumnos normales. Pero al convencer a sus maestros y maestras de que había que tratarlos como si fueran más inteligentes, se consiguió que, básicamente, empezaran a rendir en el colegio al nivel acorde a las nuevas expectativas formadas en torno a ellos.
O dicho de otro modo: a los alumnos que se les dice que la inteligencia o el rendimiento ya está fijado, es inmutable, están condenados a él, se ajustan a esa predicción. Pero los alumnos a los que se les dice lo contrario, tienden a rendir mejor.
Muchos otros estudios similares han confirmado en los últimos años la existencia de este efecto, que no solo se ciñen al ámbito de la educación, sino a cualquiera en el que se pueda evaluar nuestro rendimiento.
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